La caja de las mariposas
En8 noviembre, 2020 | 0 comentarios | Mis entradas |

Ha caído la primera nevada del año. La calma que se siente durante las primeras horas del día se puede palpar, incluso hasta oler. La quietud inunda el ambiente y no sopla ni una brizna de viento. Las calles del pueblo están tranquilas, serenas. Pensar que he sido la primera persona en pisar la nieve esta mañana me hace sentir bien. El frío sobre mi rostro me trae buenos recuerdos.

Hacía mucho tiempo que no asociaba un ambiente helado con buenas sensaciones.

Tras el desayuno y una buena ducha caliente he ido a visitar a mi padre a Chapinería. Después, un gratificante paseo bajo una leve llovizna de agua y nieve, mis pies me han llevado hasta la ermita del Santo Angel de la Guarda, guiada por su vía crucis. Esta pequeña capilla renacentista es realmente hermosa. Sobria y sencilla, construida con bloques de granito sin pulir.

La descubrí a finales de diciembre en un día muy soleado. Allí estaba, en una elevación del terreno sobre un inmenso lanchar de piedra. Decidí como hoy, dar un paseo tras visitar a mi padre, y me encontré con ella. Agradecí que estuviera abierta. La mayoría de los templos que he ido descubierto a lo largo de mi vida, están la mayoría cerrados a cal y canto. Algo que no llego a comprender. Siempre me había gustado el olor de las iglesias. Su silencio, su calma, su templanza.

No tengo palabras para explicar la sensación de paz que se respira en su interior.

Tiene un significado muy especial haber descubierto este lugar, es un refugio para mi alma. Cuando Xana, mi maestra, me explicó que todos tenemos un angel de la guarda, se me iluminó el corazón. Fue durante mi iniciación en el primer nivel de reiki. Ese día pensé: desde luego que lo tengo, puesto que me ha salvado en unas cuantas ocasiones. Hoy casi tres años después, a escasos quince kilómetros de mi casa he encontrado su santuario.

La llegada de este invierno me daba cierto miedo. Me preocupaba volver a sentir dentro de mi una frialdad tan inmensa, como ya la había percibido en otras ocasiones. Había relacionado de tal modo malestar con estación invernal, que se había convertido en una obsesión. Durante el pasado año había tenido una sensación constante muy desagradable. Mi cuerpo reposaba a diario sobre un glacial. Bien es cierto que las temperaturas fueron muy bajas y que no existió tiempo para el otoño.

Estaba recién estrenado el mes de octubre cuando ya habían caído los primeros copos de nieve, y esa gelitud se extendió hasta bien entrado el mes de mayo. Por el contrario, este año no hemos sentido la llegada del invierno hasta el presente mes de enero. Y la estación de la caída de las hojas ha sido una larga y placentera.

Ahora soy consciente de que la frialdad estaba instaurada en mi interior.

Mi temor por la llegada de los vientos del norte no tiene nada que ver con las temperaturas reinantes en el exterior, sino con mi proceso de superación. Estoy en plena trasformación. La base sólida sobre la que se asientan todos mis principios se tambalea dentro. El proceso de reconstrucción de unas ruinas que aún tienen salvación. O eso espero, gracias a mi eterno optimismo. Al mismo tiempo vislumbro y excluyo todo mi pasado.

Hoy ha sido un día inesperado y revelador, toda una sorpresa. He vuelto a sentirme bien en un día gris y nublado. Me he enfrentado a mis miedos al pasear bajo la lluvia. He abrazado de nuevo los buenos recuerdos de cuando disfrutaba atravesando el bosque bien abrigada. Cuando la niebla caía tan bajo que perderse entre los árboles y los arroyos era una experiencia cautivadora. Vislumbrar un paisaje de chupones goteantes y helechos congelados, un placer para mi vista. Estoy profundamente unida a estas montañas. Siempre lo he sentido, desde la niñez.

Lo he dicho en voz alta en multitud de ocasiones, pero tal vez no me lo había creído de verdad. Mis ritmos vitales están vinculados al cambio de las estaciones. Necesito sentir esta conexión. Especialmente este día recuerdo las palabras Santandreu: en invierno hace frío y en verano calor, es así y hay que asumirlo.
Este terror por el ambiente álgido me había llevado a plantearme muy en serio, la idea de cambiar definitivamente de residencia y vivir en la costa. Esta no era una reflexión banal, tampoco una novedad. Acompañaba mis pensamientos desde hacía más de diez años. Pero nunca tan en firme como el último invierno. Le había dado vueltas y vueltas. A la hora de la verdad, nunca llegaba el preciso momento para llevarla a buen término. Todos mis amigos saben que adoro el calor y tomar el sol. Soy una especie de reptil humanizado que necesita que le atraviesen rayos solares para seguir funcionando. La luz me da la vida. Me hace ser más creativa, alegre.

Por eso en cada primavera renazco de nuevo y cada invierno muero un poco.

Ahora sé que el sueño de vivir cerca del mar, era una manera de escapar. Una huida de mi misma. La búsqueda de la ansiada dicha. Otra vez resuenan en mi mente las palabras evidentes que dicen todos los psicólogos que he leído: “da igual el lugar en el que te encuentres, la felicidad está en tu interior”. Vamos que viaja contigo. El mar es mi segunda casa. El agua, mi cuna. Me gusta pensar en la idea de que esté siempre ahí para acudir a él como un bálsamo curador. Tal vez, el hecho de poder contemplarlo a diario, le haría perder su encanto, su poder sanador. Quizás no sabía convivir con nadie, ni siquiera con el océano. Así que mejor saborearlo a sorbitos como siempre, para mantenerlo en el pedestal que a mi me gusta que esté.

Dentro de la sierra del Guadarrama, que significa río de arena en árabe, había cambiado en tres ocasiones de casa. La imagen que tengo de mi misma como un caracol errante me había hecho sentir orgullosa en el pasado. Admiraba las personas que cambian con facilidad de residencia, incluso de país. Sin embargo, ahora necesitaba tener raíces.

Constantemente he sentido la necesidad de enraizarme, pero en este momento soy consciente de ello.

Hace tres noches tuve dos sueños inquietantes. Más bien pesadillas. Cada vez que vivo un momento de transformación vuelven a aparecer. Me he pasado la vida viviendo este proceso metamorfosis. He abierto de caja de las mariposas y ya nunca la voy a cerrar.

 

Fresnedillas de la Oliva. Enero de 2014

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