Sólo hay una avaricia honrosa: la de las palabras.
En1 diciembre, 2020 | 0 comentarios | Relato corto |

Relato corto

Sólo hay una avaricia honrosa: la de las palabras.

El corazón del avaro, se parece al fondo del mar, ya pueden llover riquezas, que no se llenará.(Refrán)

 

Había quedado para comer en la calle Recoletos de Madrid, en el delicioso restaurante «Vaca y Huerta». No soy nada urbanita, pero a veces hay que hacer una excepción. Aprovechaba la visita a la gran urbe, para dejar ultimados los preparativos en varias librerías del centro de la ciudad, para la presentación de mi último libro de poemas, relatos cortos y fotografías.

 

Caminando por el paseo de Recoletos, se percibía que estaba entrando el otoño. Ni los edificios, ni los árboles del paseo podían disimularlo con todas las hojas de tonalidades ocres, que yacían caídas por el suelo. Dí una patada a un grupo amontonado y salieron volando. Después me arrepentí por arruinar el trabajo al barrendero. Mi niña interior me jugaba malas pasadas, a veces. En mi cabeza rondaba un pensamiento que me perseguía siempre. Era el mismo continuamente, sin embargo ya no me preocupaba en absoluto. Mi economía caminaba, una vez más, por la cuerda floja. Vivía con poco, me gustaba esa forma de vida, pero un pequeño imprevisto, haría que todo se fuera al traste.

 

Podía afirmar que el dinero nunca me había importado. No le daba valor. Sí sabía poner precio a mis servicios, el que consideraba justo, sin embargo todo lo que ingresaba, lo gastaba. No ahorraba, no pensaba en el mañana. Soy una mujer que vive y ha vivido en el presente. No lo podía evitar.

 

Había llegado casi quince minutos antes a mi cita. Fernando me caía muy bien, era un economista bien posicionado, coach de talento y empresario. De escucha atenta y activa, con inteligencia emocional. Sin embargo tenía un terrible defecto. A él sí que le importaba el dinero y mucho. Era un tacaño consumado. De los que pagan a medias hasta el último céntimo y nunca invitaba a una comida. Pero qué digo, ni a una comida, ni a un café, ni a nada.

 

Estaba a punto de sentarme en la mesa que habíamos reservado, cuando por mi mente pasó un pensamiento. Me había propuesto vivir en coherencia todo lo que pudiera. No tener que soportar amistades porque sí. Madre mía, si yo había podido cambiar aspectos de mi personalidad y mejorar ¿porqué no lo podían hacer los demás? Si había podido dejar atrás la soberbia, la ira, quién no podía curarse de la avaricia. Tal vez es el defecto que peor llevo en los demás, que no puedo soportar. Tal vez porque a mi no me importa el valor del dinero. Por encima, está la felicidad de compartir. Me vino a la mente lo que mi padre, hombre generoso donde los halla, hubiera dicho para definir a Fernando: pobre miserable, desconoce la felicidad de la generosidad.

 

En una instante, me levanté de la silla, me giré hacia la salida del restaurante y me marché. Me dirigí a la estación de cercanías de Recoletos, todo lo rápido que pude, con la suerte de que llegaba el tren en dirección a El Escorial. Me iba riendo a carcajadas mientras bajaba a toda prisa las escaleras que llevaban hacia las profundidades de la ciudad. Llevaba tatuada aún una gran sonrisa al pensar en la cara de estupor que pondría mi infeliz amigo, cuando viera la nota escrita que le había dejado sobre la mesa.

 

Yolanda López.

Dejar una respuesta

  • Más artículos