«¿Hay que enderezar los renglones torcidos de Dios?»
En14 diciembre, 2020 | 0 comentarios | Relato corto |

almas gemelas

Relato corto

Tal vez es mejor que sigan torcidos…

 

La escena se repetía cada vez más a menudo. Esta semana era la tercera vez que Alicia había ido a visitar a su madre. Lo que sucedía desde hacía un tiempo a esta parte, es que en el sillón en el que se sentaban juntas, ahora eran tres los que lo compartían. Bueno, esto no sucedía siempre, sino a ratos. Alicia, su madre y Carlos. Elisa adoraba estar acompañada, sentirse cuidada y protegida. No podía soportar la soledad. Esto no era nada nuevo en ella, era una constante en su vida. Una larga historia de abandonos repetidos, la había llevado a ser dependiente emocional, a tener constantemente arraigado en lo más profundo de su ser, el miedo a ser abandonada. Cuando no conoces el mapa de ruta de una persona, más te vale que te asegures antes de prejuzgar o estereotipar, que te preocupes por saber y si no puedes, al menos, aceptar a las personas tal cual son. Siempre hay un por qué en sus vidas, escondido en sus almas. Este era un pensamiento que Alicia se repetía muy a menudo, que intentaba aplicar en su día a día.

Carlos era la persona idónea. Cumplía ese papel a la perfección. Cuando llegaba Alicia, Carlos y su madre ya estaban cogidos de la mano recostados uno encima del otro. O bien peinaba su cabello repetidamente, de una forma delicada y sutil. Él casi nunca hablaba, solamente sonreía levemente. Y cuando lo hacía, salía de su boca un pequeño hijo de voz, casi imperceptible. Alicia cada vez que llegaba, los miraba sonriendo, la escena la enternecía. Lo único que podía hacer al respecto era sentarse junto a ellos en silencio, o bien iniciar alguna sencilla conversación.

Otros días iba acompañada de Gaspar, a visitar a su madre, normalmente los domingos. Dejaba a su padre en la residencia para que pasara el día junto a su mujer. Las cuidadoras mientras les veían aparecer se reían entre dientes, mientras decían a Gaspar: –su mujer se ha echado un novio, ¿qué le parece?–

Y el padre de Alicia, a quien lo de cuidar ya le había sobrepasado hacía mucho tiempo, así como lo de dar explicaciones a los demás, contestaba: me parece estupendo. Y se quedaba tan pancho. De nuevo la losa del no saber, del absoluto desconocimiento de la vida, del pasado de los demás. Lo que les ha marcado, lo que les ha dejado una huella imborrable que no han sabido o no han querido superar, probablemente, más bien lo primero. El padre de Alicia se había enfrentado durante casi doce años a la enfermedad de parkinson de su mujer, observando cómo iba desapareciendo un poco más año tras año. Siendo consciente como la maravillosa y divertida sonrisa de su mujer, aquella de la que se había enamorado tantos años atrás, se iba quedando cada vez más estática, hasta desvanecerse del todo.

Una mañana de domingo que lucía el sol, Alicia fue a visitar a su madre. Juntas salieron al jardín a dar un pequeño paseo y se extrañó al no ver a su amigo y eterno acompañante.

–Mamá, ¿donde está hoy Carlos?–.

—No le dejan salir fuera del edificio desde la semana pasada. Se escapó saltando la valla, se fue a su casa una vez más. Cogió el tren en la estación de Zarzalejo para poder ver a su familia.  Viven en Alcalá de Henares y claro, él sabe como llegar—Es inevitable hija, aquí echamos mucho de menos a los nuestros.–

–Bueno, no te preocupes mamá, hoy te voy a peinar, voy a darte un masaje en las manos con crema hidratante, como todos los días lo hace tú amigo. Y Alicia continuó contestando a todas las preguntas que su madre la iba realizando.–

En las últimas visitas que Alicia había hecho a su madre, había comprobado que Carlos no acompañaba a Elisa. A veces le vía pasear de un lado a otro de la gran sala rectangular donde se reunían los residentes por las mañanas de invierno, dando grandes zancadas con sus largas piernas. Siempre el mismo paso con la mirada fija al frente, con el cuello y la cabeza bastante inclinados hacia delante, como si quiera llegar, allá donde se dirigiese, primero con los pensamientos que guardaba cautelosamente en su mente, antes que con su cuerpo.

Una mañana de invierno, de pronto apareció y Alicia le vio comenzar deambular de nuevo, nervioso. La sala blanca como la patena, se iluminaba hasta casi cegar, por el reflejo de los rayos del sol, que entraban por los inmensos ventanales. Era ese mismo caminar, con grandes pasos, el mismo con el que avanzan las aves zancudas, en las lagunas estacionales que se forman en primavera. Su mirada se sentía ida, perdida en el infinito. Ahora Alicia podía comprender que esos andares eran el presagio de lo que vendría a continuación. En ellos Carlos ya insinuaba un espectáculo, auguraban su intranquilidad, su impaciencia, su ansiedad. Su especial forma de sacar fuera todos los demonios que rondaban su mente.

En un instante una algarabía de voces se escucha al unísono en la sala de inmensos ventanales. Suenan ecos de insultos y gritos de casi todos los residentes, de los que son conscientes de la escena. De todos, menos de una persona. La madre de Alicia se reía a carcajadas sin poder parar, dentro de lo que su  leve mueca bucal la permitía. Cuando Alicia se giró descubrió a Fernando con los pantalones y los calzoncillos a ras de suelo. Inmóvil, estático, como una estatua de sal, permanecía como un poste. Hasta que las cuidadoras llegaban hasta él, le volvían a subir su ropa interior y sus pantalones, y se lo llevaban hacia otra sala. A la única persona a quien no le importaba el comportamiento de Carlos, digamos un tanto especial, era a Elisa. Ahora Alicia podía entender aquella simbiosis entre ambos, se había cerrado el círculo.

 

Yolanda López.

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