La isla del agua
En9 febrero, 2021 | 0 comentarios | Relato corto |

La isla del agua

Agua entre las aguas

Me siento en la butaca de mi despacho rodeada de un ritual que comienzo cada vez que me pongo a escribir. Acabo de encender la chimenea en el salón, pero algo me pide escribir en mi guarida. Una lámpara de mesa en el lado izquierdo me proporciona la suficiente luz para animar la estancia en un día tan gris como el que ha amanecido hoy. Sobre la mesa hay dos fotos mías, una de niña dentro de una concha gigante que hace de fuente, con el mar de fondo y otra con veintidós años en la que estoy en el que fue uno de los bares más famosos de Guadarrama, llamado Kaya. A su lado se encuentran otras en las que soy un bebé y estoy con mis padres en mi bautizo. A estas les arropa la foto de una ola que hice en el invierno del año 2018 cuando vivía en Cabo de Palos. Muy cerca, apoyado sobre el cristal, se encuentra mi rorcual común, la ballena de resina que me acompaña siempre, que me regaló mi querida amiga Mara. Una barrita de incienso encendida que aromatiza e impregna el ambiente de Agarbatti natural. Una taza de cristal, que fue mi último regalo de Reyes, con una bolsita de té negro con bergamota, es mi segundo té del día. Mi agenda abierta por el día en el que vivo, con varios rotuladores de colores esparcidos por encima.

Como soy la mente que no cesa, un designio la cruza de repente: ya no voy a viajar para verme en los ojos de mi mensajero. El pensamiento me provoca un sentimiento de tristeza, de vacío y de nostalgia. Inmediatamente después, como si se hubiera pulsado un botón con un resorte en su interior, las lagrimas descienden por mi rostro como las gotas de lluvia que en el exterior, se deslizan a millares por los cristales a gran velocidad.

Fuera azota el viento del suroeste que sacude con golpes fuertes la persiana de mi despacho. Dentro soplan los huracanes de soledad que me arrasan cuando me invade de nuevo este atormentado sentimiento. Un aguacero interminable que ha formado inmensos charcos donde me baño imaginando que su agua me cura, me calma, me lame las heridas. El agua entre las grietas se abre camino, brota, mana, se desliza, necesita viajar incesante, sino se ahoga.

El agua de todo tipo siempre termina por rodearme como una isla. La isla del agua. Como la que acabo de visitar hace escasos quince días, para compartir dulces momentos con un ser humano tremendamente especial. De esos raros especímenes empáticos que casi se han extinguido sobre la faz de la Tierra. Esa isla está rodeada de mis lagrimas, del agua con gas, de las gotas de lluvia, de la infusión de mi taza de té, de los charcos inmensos que forma el aguacero, de barro, del arroyo que serpentea entre los nudosos troncos de los Fresnos en la Sierra Oeste, de la acuosidad amniótica antes de nacer, de las olas del mar chocando contra el acantilado en el pueblo de Agaete sintiendo el abrazo de mi compañero de alma, mientras vemos atardecer en el Atlántico. Todas las aguas de todos los océanos, mares y ríos se han juntado dentro de mi, para brotar estas lágrimas de liberación.

Líquido que sin saber cómo ha entrado por mis arterias, recorre todas mis venas, sube por los vasos capilares hasta llegar al corazón. Órgano sensible y delicado que deja de bombear sangre roja, para succionar agua. Unas veces dulce, otras salada. Son los circuitos que me llevan flotando, que me transportan directos a un túnel del tiempo, en el que esa misma sensación de abismo, ha sido ya vivida.

Los recuerdos se han grabado en mi surco neuronal, como en el de muchos otros humanos. No hay quien borre el camino. Sobrellevas el recuerdo, es a lo único que puedes aspirar. Ha sido arado con golpe fuerte, lento, contundente de una azada que nunca cesa. En esa misma grieta me he encontrado a mi misma algunas veces sentada. Una hendedura de dunas de fina y dorada arena, que es como un cruce de caminos polvoriento y desértico, en el que aparece una serpiente de cascabel que zigzagueando deja su huella alagarda, interminable, sedienta.

El aguacero sigue cayendo cada vez con más intensidad. Al salpicar los ventanales hace que me despierte de ese sueño mojado al que me he dejado arrastrar. Siguen cayendo mis pensamientos en picado hacia el vacío, hasta que me me detengo y dejo de escribir. Me distrae una caja redonda de color marrón oscuro decorada con unas tallas con formas de elefantes y de hojas. Esas figuras hechas en un material que se asemeja a una especie de latón con tramos oxidados por el paso del tiempo y por haber vivido durante unos meses, sobre la alacena de mi casa en la costa de Cabo de Cabos. Es lo que tiene el salobre del mar. Todo lo corroe, hasta los recuerdos, que se van filtrando dentro de ti hasta ser un solo ser contigo. He utilizado su tapa como soporte para dejar la bolsita del té Early Grey, que ya me he tomado hace un rato. Quiero mirar dentro de la caja. Es divertido volver a entrar en las cajas cuando ha pasado un largo tiempo sin abrirlas. Algunas están vacías, porque las he desocupado en algún momento. El momento en el que me canso de que estén llenas de recuerdos. Una necesidad de vaciar todo. La mayoría de las que decoran los rincones de mi casa tienen algo en su interior. Algunas, solo un pequeño objeto.

Levanto la tapa de la caja de los elefantes para asomarme a su interior. En el fondo aparece un diminuto billete de autobús mitad blanco y amarillo, debajo varios sellos de correos. El billete lleva impreso el nombre de la compañía Benitez Bellini S.A.: Pto Madrin, Zona Urbana, número de serie cero, cero, quince. Billete cero, cero, ciento doce. Por detrás descubro escrita una leyenda: «el hombre superior posee una naturaleza digna, sin orgullo. El inferior, orgullo sin naturalidad». Confucio (550 a 478 AC). La frase no ha podido aparecer en mejor momento. Es la definición que le va como anillo al dedo a mi mensajero, le define a la perfección. Es el hombre superior que me ha calado hasta los huesos.

Me quedo maravillada observando lo bien conservado que está el billete. Sigue intacto quince años después. Me caracteriza mi costumbre por guardar en diferentes lugares los objetos más dispares, nada fuera de lo común, algo que hacen otros muchos mortales. Entradas de cines, tickets de conciertos o de acceso a piscinas, tarjetas de visita, billetes variados, sellos de correos, me traslada a aquellos momentos. Cuando me canso de tener tantos recuerdos, me deshago de ellos, los tiro.

Cómo pueden suceder estas alucinantes coincidencias, me pregunto. No quería viajar al invierno de 2005 y el billete me ha llevado sin querer hasta esa fecha. Me encontraba en Puerto Madrin, en Península de Valdés en un mes de noviembre. Un momento vital, al mismo tiempo majestuoso y devastador. Mi amiga Mónica me había casi secuestrado en aquella ciudad costera. Una parada en lugar a medio camino entre lo urbano y lo indómito, antes de adentrarme de lleno en lo salvaje dentro del Parque Natural de Península de Valdés, en mi destino final alojado en la pequeña y apartada localidad Puerto Pirámides. Allí me esperaba mi amigo Claudio para disfrutar de largos días de navegación, con interminables horas de contemplación de Ballenas Francas Australes acompañadas de sus torpes y gorditos ballenatos, hasta ponerse el sol.

Ahora recuerdo exactamente cuando y donde me entregaron el billete que había reaparecido por arte de magia dentro de la caja de los elefantes, en esta mañana lluviosa de febrero. Acababa de aterrizar en el aeropuerto de Trelew, donde se suponía que Mónica me estaba esperando. Después de un buen rato de larga espera, en el que que no apareció por ningún lugar, me atreví a pedirle al último conductor del mini bus que quedaba aparcado en la parada de autobuses, que yacía casi repleto de viajeros, que si podía llevarme hasta Puerto Madryn. Casualmente quedaba alguna plaza libre. El chaval muy atento me permitió subir. Allí comenzó mi pesadilla lacrimosa. Llevaba más de quince horas volando. Había cruzado el charco hasta Buenos Aires. De allí en taxi compartido con una pareja de viajeros españoles, durante unos treinta y cinco kilómetros hasta el aeropuerto nacional para coger un vuelo de tres horas más hasta Península de Valdés. Había aterrizado llena de gozo, super contenta. Era la primera vez que conseguía dormir en un vuelo, y sola. Un milagro. Era la primera vez que volaba sola, otro milagro. Me pregunto, porqué me ponía a llorar como una niña al comprobar que mi amiga no había venido a darme el recibimiento que supuestamente merecía.

No quería trasladarme hasta este preciso momento en el que estaba recorriendo una mínima parte de vasto e interminable territorio de Argentina. Quería viajar unos meses más atrás de ese mismo año. Al verano de 2005. El primer verano de algunos otros que vinieron después, en el que descubrí las sensaciones de todo tipo que te invaden cuando viajas en solitario. En aquel momento curiosamente me sucedió lo mismo que ese día de noviembre, en el que me encontré arrollada, sola en la pequeña sala del aeropuerto de Trelew situado en la mitad de la nada, esperando a que nadie apareciese a mi encuentro, para darme un caluroso recibimiento. La serpiente de cascabel, zigzagueando entre las dunas del desierto, volvía a hacer acto de presencia.

Los atardeceres de muchos lugares tienden a ser famosos. Los de Valle Gran Rey en la Isla de la Gomera están en esa lista. El que voy a contemplar ese día es especial porque es el primero. Estoy recién aterrizada en la isla colombina. Me sorprendo a mi misma una tarde más de aquel caluroso mes de Julio. La playa está repleta. Los transeúntes de todo tipo y color, han ido llegando a cuenta gotas en las últimas dos horas, para juntarse con todos los que allí habíamos pasando toda la tarde, entre agua espumosa, arena negra y rocas volcánicas. Desde finales de los años sesenta cuando los hippies estadounidenses, llegaron a la isla huyendo del reclutamiento de la guerra de Vietnan, se había impuesto esta bella moda que se sigue practicando a día de hoy, cada día. Cerca de los asentamientos de Casa María, en este paraíso verde, hacemos unidos un ritual. Miramos como el sol se oculta en la inmensidad del Atlántico todos unidos, seas de donde seas, te dejas llevar por este soberbio espectáculo natural, por un impulso común que nos une como una sagrada liturgia.

Antes de que se oculte del todo me retiro porque mis lágrimas han comenzado a brotar a borbotones. Me da vergüenza que alguien me vea, a pesar de que las gafas de sol ocultan el gesto aguado de mis ojos. Me separo a una zona donde casi no hay nadie. Termino la primera jornada isleña, mirando al astro rey mientras paseo mis lágrimas entre sala marina, arena y espuma de mar. Cuando desaparece completamente tras el horizonte marino, me despido de él hasta mañana.

Observo, miro a mi alrededor comprobando que soy la única persona en toda la playa que está sola. Hay grupos de amigos, parejas, familias. He llegado sola a la isla volando en un Binter desde Las Palmas. He volado desde Madrid a Las Palmas en un vuelo también sola. He llegado en un barco hasta el puerto de Valle Gran Rey, sola de nuevo. Salvo estos dos días que voy a recorrer la isla en solitario, el resto me uniré a un grupo de biólogos de la Sociedad Española de Cetáceos para disfrutar navegando por el LIC (lugar de interés comunitario), la zona de estudio del delfín mular y la tortuga boba. Esta es la gran aventura en la que me he embarcado, que necesitaba como el respirar. A pesar de vivir durante una semana viviré codo con codo, con un grupo que estudia e investiga a los seres más increíbles del mar, volveré a sentirme sola de cálidos humanos.

Vivo rodeada de humanos, pero desconsoladamente sola. Unos años más tarde averigüé que la solución estaba en mi interior. Pasaba por hacer el ejercicio de quererme. Callaba guardando lo que sentía para no molestar, para no herir a los que te rodean. Para no pecar de blandengue o de victimista. La hipersensibilidad no es agradable para nadie. Guardar silencio termina siendo peor. Al final las palabras explotan como una bomba. Te alejas, no mirando nunca más atrás. Salvo cuando las lágrimas, la sensación de vacío y una tormenta de lluvia vuelven a coincidir en el mismo feo, oscuro y gris día de invierno. Estoy deseando que se repita el refrán, por cierto muy cierto, que agüra «en febrero busca la sombra el perro». Estamos casi a mediados de mes y esto solo ha sucedido un día, en el que he podido disfrutar de unas horas a pleno sol mientras comía acompañada de una copa de vino tinto, en la mesa del jardín.

Vuelvo a Puerto Madryn por un instante. Recuerdo que en aquella ciudad tan diferente a cualquier otra que hubiera olido, degustado o mirado hasta ese momento, había tenido otro encuentro lacrimoso. Aquel viaje se había convertido en uno interior, en el que buceaba en mis emociones. Una búsqueda profunda de lo que quería hacer en vida a partir de aquel viaje cuando volviese a mi casa situada en la sierra de Guadarrama. Seguía con muchas contradicciones internas, que en algún momento verían la luz.

En aquel lugar, a 11.112 km de Madrid, los últimos tres números de forma alarmante y sospechosa coincidían con el número del billete de bus que había encontrado por casualidad en la caja de los elefantes, me encontraba sentada sobre la tapa de color turquesa del wc de la casa donde vivía Mónica. Allí me encontraba llorando a mares otra vez. Ahora sabía porque me sentía tan sensible. La menstruación hacía acto de presencia, descargando sus hormonas a diestro y siniestro por todo mi cuerpo, dejando su incomoda presencia sobre mi ser, para alborotarme cuerpo y mente, otro poco más si cabía. Ahora comprendía bastante mejor mi llorona reacción en el aeropuerto de Trelew. En este día de febrero, me he sentido de nuevo como si todas las menstruaciones del mundo volvieran a hacer explotar mis ovarios, a revolucionar mi lado más femenino. Cuando el equilibrio se ha instaurado dentro de ti, cuando la paz es la que reina en tu reino, cuando casi has olvidado aquella sensación de abrazar el pánico, de repente te golpea la soledad. Sentía una ganas inmensas de sentir el calor de mi mensajero. Que me arropara entre sus brazos, el olor de su piel y su respiración en mi nuca. La seguridad que me da cuando me encontraba a su lado.

Cojo entre mis manos al rorcual común que siempre me acompaña. Vive sobre la mesa de mi escritorio, en un mar de cristal. Inexorablemente me recuerda a Valle Gran Rey, en cuyas aguas avisté por primera vez uno de ellos. Casi 23 metros de largo, como la eslora de una de las goletas turcas en las que he navegado. Su silueta elegante, estilizada, delgada pasaba junto a nuestroa embarcación, muy cerca durante un buen rato. Se asomaba a coger aire, mientras por sus dos orificios expulsaba todo el agua que le sobra. Su hocico es muy largo y afilado, terminando en punta. Su aleta caudal era lo último que se sumergía en una preciosa danza acuática.

Y así con el rorcual sobre la palma de mis manos, descubro cuando fue la primera vez que me quedé abandonada. Averiguo de donde procede ese vacío abismal que recorre todo mi cuerpo, que cada vez que sucede convierte en agua mi sangre. Ese surco grabado en los primeros siete años de vida. En esa corta existencia se cava una zanja tan profunda que no se puede olvidar. La seguridad de quienes te dieron la vida tiene que ser constante, para que esa seguridad no se quiebre. Cuando muchos años después vuelvas a sentir el abandono, volverá a hacer acto de presencia para recordarte lo frágil que eres. Buscarás la seguridad por todos los rincones del universo hasta que des con ella. Dentro de ti, fuera de ti.

El mensajero me ha prometido acompañarme en el próximo viaje que hagamos a la isla de La Gomera. Lo haremos juntos para contemplar a mis amados seres marinos. Él estará a mi lado, cogiendo mi mano con fuerza. Recorreremos el camino del sol, mirando unidos el horizonte marino, hasta que se oculte del todo. Volveré sobre mis pasos. Ahora con una seguridad integrada. No brotarán más lágrimas al ponerse el sol. El final del día en Valle Gran Rey cobrará otro sentido.

 

 

Yolanda López

@oleadasdeletras

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