Presentación del libro FASCINACIÓN Y DESILUSIÓN. PSICOTERAPIA SISTÉMICA DE PAREJA por Juan Miguel de Pablo Urban
En10 noviembre, 2019 | 0 comentarios | Sin categoría |

El pasado 8 de noviembre de 2019, en el Centro Integral de la Mujer del Ayuntamiento de Cádiz, se celebró el acto de presentación de mi libro «Fascinación y desilusión. Psicoterapia sistémica de pareja». Aquí tenéis el video de la intervención:

TEXTO DE LA PRESENTACIÓN

Buenas tardes, ante todo quiero agradecer al Ayuntamiento de Cádiz y al Centro Integral de la Mujer que nos haya cedido esta sala para la presentación del libro. Por supuesto, a quienes me acompañan en esta mesa, por no dejarme solo ante el peligro y por ayudarme en la compleja tarea de mostrar este trabajo. A Antonio Redondo con quien comparto desde hace muchos años, la reflexión y el trabajo terapéutico en el Instituto de Formación Sistémica Cooperación, nuestro hijo común, siempre un aliciente para aprender más y compartir nuevas experiencias. A Sebastián Rubiales, colega y amigo, quien con sus reflexiones e historias ilumina los senderos del alma y de la vida; necesariamente crítico y sarcástico. A Pepe Mendoza, amigo entrañable, que siempre consigue con sus palabras, hacer germinar y florecer el recuerdo de mi infancia y evocar sonrisas cómplices y ácidas. A Pilar Tubio, mi maestra de ceremonias, por su siempre amable y desinteresada disposición para ayudarme en estos menesteres. Y cómo no, a todas las personas que habéis venido hoy a este acto, un buen motivo para encontrarnos.

Quiero hoy, antes de empezar, confesarme ante vosotros y atreverme a confiaros algo. Haber escrito este libro en un año se debe a que vengo sufriendo últimamente de cierta, podemos llamarla, avidez fáctica, como una necesidad de estar ocupado y focalizado en algo. Empujado por mis ya cumplidos 60 años y por sus concomitantes mensajes corporales, pienso que la vejez que se avecina hay que intentar gestionarla con cierta dignidad. Me asusta pensar que en esta huida hacia adelante para evitar contemplar mi propio declive, derive en una conversión patética en viejo verde, en anciano bulímico o, porqué no, en melancólico que canta viñetas del pasado perdido. De ahí que escribir se haya convertido en una posible salida, obsesiva pero medianamente honrosa y útil.

Evidentemente tengo otras razones más sensatas que alegar en mi defensa. Son las que suelo utilizar para justificarme por la osadía de escribir este libro. En primer lugar, por ser consciente de las habituales dificultades que suelen presentar los procesos terapéuticos de pareja para los profesionales así como por el constante incremento de este tipo de demanda en las consultas de psicoterapia. En segundo lugar, por el deseo de recoger las conclusiones que tenía elaboradas, a partir de mi trabajo con parejas en los últimos treinta años. En último lugar, por el deseo de unificar y organizar la profusa información existente en la bibliografía especializada sobre psicoterapia de parejas.

Evidentemente he pensado, de forma especial, en los profesionales que han participado en los procesos de formación para terapeutas de familia y de pareja que desarrollamos en nuestro centro en Cádiz y, cómo no, en el alumnado de otros institutos y escuelas de formación con los que colaboramos. El objetivo sería, además, esbozar algunas propuestas concretas que faciliten el desempeño a los profesionales en la psicoterapia con parejas.

Dicho esto me gustaría en el día de hoy comentar en voz alta algunas reflexiones sobre el ciclo vital de las parejas y, por supuesto, sobre la intervención psicoterapéutica en estos casos.

El trabajo con parejas en conflicto suele ser arduo y costoso. No es fácil participar en la gestión relacional de la intimidad de una pareja en la que, a fin de cuentas, los terapeutas somos meros convidados de piedra y donde cualquier movimiento puede estar tintado de sospecha y precaución. Meterse en la “cama” de una pareja, aunque sea ella misma quien nos invita, es siempre un riesgo y, en muchas ocasiones, una impostura.

Dejadme que me explique. No podemos nunca perder de vista la bella, costosa y delicada construcción que ha realizado cada pareja desde sus inicios, ladrillo a ladrillo. No olvidemos además el riesgo que puede correrse si se pretende cambiar o modificar algunos de los presupuestos fundadores que la han constituido, es decir, qué puede ocurrir si tocamos aquel tabique, aquella viga o despreciamos algunos de los arbotantes que la han venido sosteniendo a lo largo del tiempo.

Como dice Robert Neuburger “una pareja está formada por dos seres que se cuentan que son una pareja. Se inventan un íntimo: la historia de su pareja. Pues una pareja —y esto es su talón de Aquiles— no posee una filiación que le permita afianzarse, lo que la diferencia de la familia, en cuyo seno no hay que inventar, solo trasmitir. Una pareja son dos seres que van a contarse la historia que los crea» (pág. 26).

Es decir, la pareja surge del encuentro entre dos personas y se constituye como tal cuando sus componentes consiguen dibujar una historia consensuada, donde se recoge quiénes somos y cómo llegamos a constituirnos como pareja, como sistema diferenciado. Esta historia ha requerido durante este proceso de un cierto nivel de mistificación, es decir, ha necesitado de una serie de argumentos o, mejor dicho, de pseudoverdades para embellecerla y darle una entidad única, especial y mítica. El mito fundador de una pareja es el elemento adhesivo que sirve de argamasa para que germine y se mantenga, el que le da sentido e identidad. De aquí emerge una ilusión coconstruida que genera el magnetismo necesario para permitir a sus miembros mirar hacia fuera -e incluso a la contra- de los vínculos que nos unen a las familias de origen. Como diría Stierlin (1994) la pareja facilita una coindividuación, la individuación compartida donde cada cónyuge ayuda al otro en este proceso de creación de una nueva familia. Por lo tanto, el enamoramiento es una fascinación necesaria, el perfecto punto de partida, engañoso pero útil, para dirigir nuestra mirada más allá de las lealtades que nos vinculan y atan a nuestras familias, para de esta forma atrevernos a construir algo fuera del ámbito de las lealtades exigidas en las relaciones de filiación con nuestra familia de origen.

Defiendo el hecho de que este inicio mistificado es necesario e imprescindible. Que se articule en torno a una fascinación no crítica, no le resta valor. Como bien decía Mario Benedetti (1988), “cada vez que te enamores / no expliques a nadie nada, / deja que el amor te invada / sin entrar en pormenores”. Porque, a fin de cuentas: “el plazo del amor es un instante / y hay que hacerlo durar como un milagro”.

Pero como bien sabemos, cualquier fascinación lleva inscrita su fecha de caducidad. El estado de enamoramiento pierde intensidad, tanto neuroquímica como emocional, dando paso a una visión más realista y práctica del otro y de la propia pareja como sistema. Este paso evolutivo produce una decepción o, como se cita en el título, una desilusión que se incluye como fase imprescindible del ciclo vital conyugal.

Más tarde o más temprano, la pareja se ve abocada a descorrer los visillos creados por el enamoramiento inicial y aprender de la realidad cotidiana de la vida en común. Este momento es necesario aunque puede, en ocasiones, ser vivido trágicamente. De ahí que el mismo Benedetti nos advierta: “por el contrario desenamorarse / es ver el cuerpo como es y no como la otra mirada lo inventaba / es regresar más pobre al viejo enigma / y dar con la tristeza en el espejo” (Extracto de Enamorarse y no).

Esto me recuerda algo que mi amigo Pepe Mendoza cuenta, en su libro “En defensa nuestra”, a propósito de la película Casablanca: “Casablanca es nuestra porque todos guardamos en algunos fotogramas de la memoria una historia feliz y triste en la que ya no sabemos cuánto hubo de real y cuánto de ficción. Una verdad mentirosa. Una mentira verdadera. Puro cine” (pág. 70).

De este periplo que transita desde la fascinación a la desilusión surgen muchas de las demandas de terapia en las parejas en conflicto. Tengamos en cuenta que cuando la pareja está en su fase inicial de enamoramiento no desea invitados fisgones, no está interesada en opiniones externas que pongan luz y taquígrafos a lo que ocurre en la penumbra construida por ambos. La luz tenue e indirecta disimula arrugas y grietas, enaltece el perfil y ejerce como photoshop natural. Pero, cuando se reducen los suplementos neuroquímicos y se corrigen las dioptrías, la pareja ha de gestionar la relación sin dopaje alguno, a pelo.

Sebastián Rubiales, que hoy nos acompaña, dice en su último libro “No sabes que los sabes”: “ confundir amor con enamoramiento –durante toda la vida de la pareja y no solo en los primeros años– es un exceso adolescente e injustificado. Y la fuente de no pocas grandes decepciones. A veces elegimos nuestra pareja como si ella estuviera destinada a satisfacer todos nuestros deseos e, incluso, nuestras necesidades más antiguas e inconscientes. Pero ningún mortal puede dar tanto y ni siquiera cabalmente se le puede exigir tanto” (pág. 85).

Este paso a la desilusión puede acabar conformando un conflicto en la relación de pareja. Conflicto más o menos enconado, más o menos dramático, caracterizado por una constante e intermitente escenificación. Se representa como una danza, como un baile, donde cada uno expone su “verdad” y su réplica, siempre con la misma estructura argumental e idéntica cadencia rítmica, aunque los motivos y situaciones parezcan inicialmente diferentes. Esa escenificación es siempre igual, recursiva, la misma discusión de hace 3 días, 3 semanas, 3 meses o 3 años, de inocuos efectos para su resolución y acompañada de una intensa emocionalidad en ambos cónyuges.

Cuando esta situación se hace especialmente dura e intensa, o cuando se añaden otros elementos que la complican, con el efecto angustioso de una escalada continua y un exceso de sufrimiento, alguno de sus miembros dice -normalmente quien más lo sufre-: “vayamos a terapia”.

Al demandar terapia, los miembros de la pareja pueden tener diferentes objetivos. Por ejemplo, alguno puede desear el regreso a aquella fascinación original; retornar al tiempo pretérito, al paraíso perdido. Otra posibilidad, muy habitual, es pretender que el otro miembro de la pareja cambie en algún sentido como si la felicidad fuera posible sólo si el otro cambia, se adapta, se ajusta o acepta nuestros deseos. Para hacerlo más complicado aún, esto puede venir acompañado con su correspondiente y complementaria viceversa, es decir, que el otro también pretenda el cambio en nosotros.

Esto me recuerda algo que leí en el muro de mi amigo Luis Sánchez-Escariche, y que me atrevo a robar para explicarme, dice: “Otro error muy común, que cometemos todos (casi), es querer que el otro sea como queremos que sea y no como realmente es. Realmente, creo, empezamos a amar no cuando encontramos una persona perfecta, sino cuando aprendemos a ver perfectamente a una persona imperfecta”.

Siguiendo con lo que os comentaba, otra alternativa puede consistir en que los cónyuges planteen la terapia de pareja como un espacio donde ajustar unas cuentas desbalanceadas (como decía la canción ¿quién puso más?), pidiendo a un tercero -en este caso el/la terapeuta- que apoye las reivindicaciones que cada uno de ellos tiene respecto al otro. Puede ser, para colmo de la complejidad, que se presente un cóctel perfecto con todas estas pretensiones combinadas en mayor o menor grado. Incluso en el colmo de la dificultad, podrían aparecer otras razones más indignas e inadecuadas.

No dudamos del sufrimiento que lleva a las parejas a solicitar terapia, de la búsqueda de mejora que está implícita en esa demanda, pero sí es importante recalcar las características particulares que se producen habitualmente en el conflicto de las parejas y cómo éstas se trasladan incluso al espacio terapéutico.

Al terapeuta qué le queda. Mantenerse en una posición equidistante y justa, comprometida con el dolor de cada uno de los cónyuges pero en libertad plena para moverse y cuestionar algunas de sus pretensiones, procurar descentrarlos del repetitivo ciclo reactivo e interminable y así facilitar que puedan contemplarse desde fuera, decidir cómo mejorar su situación, ya sea para la mejora del clima emocional de pareja y su supervivencia como sistema, ya sea en la implementación de una posible ruptura definitiva.

La terapia de pareja no consiste en enseñar a los cónyuges a comunicarse -aunque a veces se requiera recordar que ciertas formas de comunicar no ayudan-, tampoco consiste en un proceso de mediación para obtener acuerdos concretos -aunque en ocasiones se precise-, no consiste en realizar una terapia individual de uno en presencia del otro -aunque hablemos de la historia de cada uno de los miembros y cómo está presente en lo que ocurre entre ellos-. La terapia de pareja es un proceso donde debe hacerse visible el tercer elemento, es decir, el sistema-pareja que se ha construido entre ambos, ayudándoles a reflexionar sobre ese tercero que los trasciende y que los define, el proyecto en común que iniciaron, el proyecto que los encarna. La terapia supone, además, acompañarles en el reconocimiento emocional de lo que está aconteciendo en cada uno de ellos y de cada cual respecto al otro, en la contemplación de las concurrencias en sus pautas relacionales repetitivas, permitiéndoles reconocer la fuerza de la danza que representan, a través de la cual se comunican y relacionan.

Los psicoterapeutas no somos los encargados de unir o de separar parejas, sino sujetos facilitadores que permitan a los cónyuges desbrozar suficientemente el terreno para que surjan las posibles decisiones que se agazapan en ellos; bien para avanzar hacia una relación “suficientemente” buena, bien para atenuar, en lo posible, una separación siempre dolorosa.

La satisfacción de los cónyuges en una terapia de pareja suele ser compleja y diversa, porque una relación “suficientemente” buena no es una relación anclada en aquella fascinación de los orígenes ni tiene por qué garantizar una calma emocional en la pareja. Puede ser que una pareja concreta, requiera para su subsistencia mantener una relación emocionalmente intensa, con cierto nivel de conflicto, sin que éste tenga porqué hacer peligrar su existencia y perdurabilidad. Por otra parte, si la decisión final consiste en una ruptura, los dos componentes sufrirán irremediablemente pérdidas importantes, por lo que tampoco el resultado se va a percibir como emocionalmente satisfactorio. Nos queda alguna opción más, por ejemplo, que alguno de los miembros de la pareja esté dispuesto a cambiar en alguna medida como el cónyuge espera, pudiendo generar resultados extraños y peligrosos. Recordemos que justamente lo que nos enamoró se convierte, con el paso del tiempo, en la mayor fuente de reproches, de ahí que cabe preguntarse ¿quién garantiza la supervivencia de una pareja que deja de ser aquello que está en el ADN de su constitución?

Lo que se deriva de estas reflexiones, en parte, tiene que ver con el propio proceso de desilusión que se produce también en torno a la misma terapia. No quiero inducir a error, no mantengo que la terapia de pareja no cumpla sus objetivos de mejora o que no resulte de utilidad, por el contrario, considero que es una excelente oportunidad para la reflexión sobre la bella y delicada arquitectura que han construido y alimentado en el transcurso del tiempo. Lo que sí digo es que, en muchos casos, los resultados de la terapia de pareja, a corto plazo, resultan insatisfactorios para sus miembros. Esto implica para el profesional cierta dosis de paciencia y bastantes dosis de tolerancia a la frustración y a la desilusión, casi tanto como se le requiere a las propias parejas para su subsistencia y mantenimiento en el tiempo.

El paso del tiempo y la madurez en la pareja conlleva un proceso de integración y de aceptación, es decir, que hablaríamos de una última fase, no incluida en el título, en la que existe la posibilidad de contemplar a una pareja integrada y sólidamente constituida. Otra opción es la disgregación y separación definitiva. En el primer caso estamos ante lo que Ismael Serrano (2010) en su tema El Espejismo canta:

«Y ahora que

por fin se ha roto el muro, el espejismo,

el mundo duele menos si te miro.

Ya no dudo: no estoy cuerdo, más aún, estoy vivo.

Ahora sé que más allá del espejismo,

más allá de este único camino,

existen nuevos paisajes,

futuro escondido,

tantas cosas por nombrar,

tantas cosas por hacer,

todas contigo».

(Tomado de El Espejismo, Ismael Serrano, 2010)

En el libro que hoy presento, procuro detallar algunos de estos elementos, tanto en su sustento teórico como en la praxis de la intervención. Me parece imprescindible, que el profesional que se dedique a estos menesteres, conozca los procesos que subyacen en el ciclo vital conyugal, no obvie los elementos metacomunicacionales que tienen que ver con la gestión del poder en la relación y recuerde la importancia de no aceptar como verdades incuestionables muchas de las quejas o reproches que los cónyuges plantean en la consulta respecto de su pareja.

Para concluir, no olvidemos que hay parejas que bailan tango, pasionales e intensamente entrelazadas; parejas que bailan vals, formales y siempre colocadas a la distancia justa; parejas que bailan twist, que funcionan en consonancia rítmica pero sin tocarse. Cada danza de pareja está coreografiada con mimo y detalle, en esa danza se incorporan los mapas del mundo de cada uno de sus miembros, sus pautas de interacción y los modelos comportamentales aprendidos, con cadencias y ritmos emocionales que respetan el mito fundador que les bautizó y que sostiene al sistema-pareja a través del tiempo.

La terapia de pareja es, por tanto, un espacio para la reflexión. Quiero entresacar un párrafo del capítulo de conclusiones del libro, donde se desprende la visión que subyace sobre la culminación del ciclo vital conyugal, y donde escribí:

si la pareja consigue superar este desengaño, y tras la pérdida de la mistificación original, puede construir o retomar proyectos comunes e ilusiones ajustadas al momento del ciclo vital que le toca vivir, puede convertirse en un espacio cálido donde compartir experiencias y cuidados. Quizás en estos últimos tiempos de consumo voraz, se puede pretender que la pareja tiene una obsolescencia programada, como los electrodomésticos y los automóviles, y que una nueva experiencia de pareja podrá permitirnos volver a alcanzar la felicidad y la fascinación inicial. Este planteamiento nos llevaría a las tesis sobre el triunfo del amor líquido que Zygmunt Bauman (2003) describe (pág. 230).

Para no cansaros más, quiero cerrar esta presentación con dos poemas, el primero pertenece a Mario Benedetti (1995) -perdonad la reiteración-, y resume magistralmente la experiencia amorosa y de pareja. Se titula El amor es un centro, y dice:

«El amor es un centro.

Una esperanza un huerto un páramo

una migaja entre dos hambres

el amor es campo minado

un jubileo de la sangre

cáliz y musgo / cruz y sésamo

pobre bisagra entre voraces

el amor es un sueño abierto

un centro con pocas filiales

un todo al borde de la nada

fogata que será ceniza

el amor es una palabra

un pedacito de utopía

es todo eso y mucho menos

y mucho más / es una isla

una borrasca / un lago quieto

sintetizando yo diría

que el amor es una alcachofa

que va perdiendo sus enigmas

hasta que se queda una zozobra

una esperanza un fantasmita».

El segundo poema, con el que termino, es de mi cosecha y aparece a modo de dedicatoria en el libro:

Si necesitas una excusa

para dignificar el tiempo,

mira quién de tu mano anduvo,

quién te guardó el costado

y te acompañó en silencio.

Si necesitas una excusa

para dignificar el tiempo,

recuerda quién desbocó tu aliento,

quién fue puerto, bálsamo, nido,

de la fragilidad desnuda.

Si necesitas una excusa

para dignificar el tiempo,

piensa quién acompañó tu siembra,

quién encendió las mariposas

y recordó a los muertos.

Si necesitas una excusa

para dignificar el tiempo,

escucha quién anuda cabellos de otoño,

quién besó, sin miedo, tu sombra,

quién firme se mantuvo

ante el azote del tedio.

Muchas gracias.

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