Pequeña de edad y de tamaño, pizpireta, rubia y dada a entonar cancioncillas, la vecina de arriba le cambió el nombre en cuanto la oyó cantar a través del patio de luces: «¡Anda, mira «la Marisol»! Así la llamó todo el mundo, y así se quedó: Marisol.
El primer día de escuela la maestra pasó lista y Mariana no aparecía por ningún lado. Dos días más y nada. Ella oía «Mariana Pancorbo Rama» y pensaba que los apellidos eran los mismos, pero ella no era Mariana y por lo tanto, mejor seguir con su plastilina, o haciendo bolitas de papel de seda.
La maestra contó los nombres de los alumnos que aparecían en la lista y luego las cabezas. Coincidían. Por lo tanto, a ver… Mariana tenía que ser alguna de aquellas niñas. Todo fue rápido: consistía en apartar a los niños primero, y luego, a las alumnitas que respondían a su nombre. Zas. Quedó una rubita pecosa algo despistada.
-Niña, ¿cómo te llamas?
-Marisol
-¿Marisol? Bueno, mira, dile a tu madre que venga mañana a hablar conmigo.
Y cuando se presentó la madre con su hija, todo fue confusión y más confusión: que cómo se llama de verdad, que por qué solo responde si le dicen Marisol, que si pueden llamarla Mariana, …
La madre, ya en casa, le gritó que era tonta, tonta, tontaaaaa, porque a quién se le ocurre no saber su nombre de pila: «¿Es que no sabes que te llamas Mariana, como tu bisabuela?». Dos bofetadas y gritos, dos lágrimas de niña pequeña corrían por las mejillas pecosas.
La maestra le dijo que no se preocupara, que ella podía llamarla Marisol, si le gustaba más. La abrazó y le dio una chuchería que sacó de su bolsillo.
Esta mañana en la consulta, le he preguntado: «¿Quieres que te llame Mariana o Marisol?» Me ha respondido: «Si me llama Marisol, me hará muy, pero que muy feliz».