El viento.
Te veo sentada frente a mí y te pido que escuches el viento. Me miras sorprendida, pero intentas complacerme. Insisto. Quiero que sientas el viento rozando tu piel, cada poro de tu piel. Quiero que reconozcas esa señal inequívoca de vida en medio de nuestra casi total inmovilidad.
Mientras, las sombras danzan en la penumbra a nuestro alrededor, las llamas de las velas oscilan, llega hasta nosotros un líquido rumor de gotas de agua.
Con los párpados entornados sigo la evolución de las espirales de incienso que se pierden en la negrura del techo. No te equivoques, no distraigo mi atención de tu persona ni un solo segundo…
¡Eres tan valiosa para mí!…
De nuestro encuentro depende la manifestación de lo que ha de ser. Si no te instruyo bien puedes perderte. Si tu corazón no está preparado, si no es el momento, la semilla caerá en suelo estéril y no dará fruto.
Es tremenda la carga del que enseña, inmenso el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Se sabe en posesión del más preciado de los tesoros y anhela compartirlo y derramarlo más que ninguna otra cosa en el mundo.
Cada nuevo discípulo es una prueba, aun cuando sea él el que se siente pesado y medido. En realidad, es una oportunidad de compartir el Don y acrecentarlo.