Prólogo del autor y algunos capítulos de la novela
En23 junio, 2021 | 2 comentarios | Sin categoría |

Prólogo

Andrew Jackson Davis, famoso espiritista norteamericano, conocido también por el sobrenombre de El vidente de Pougkeepsie, predijo entre otras muchas cosas el descubrimiento del planeta Neptuno, la aparición del automóvil, la invención de la máquina de escribir y los aeroplanos, pero entre sus anuncios más sorprendentes figura el que realizó en 1847, cuando aseguró que en breve, en todos los lugares del mundo, se darían numerosas manifestaciones de espíritus y que estas entidades se estaban organizando para darse a conocer y demostrar de forma masiva su existencia a la humanidad. Con tal fin advirtió de que fenómenos como el sonambulismo, la premonición o la doble vista empezarían a darse con frecuencia entre los hombres, y no con el objeto de que estos los exhibieran en las ferias como rarezas, sino para que ayudasen a mitigar, en la medida de lo posible, que los cataclismos y las catástrofes naturales o los naufragios y accidentes causaran tantas víctimas.

Esta novela, que está inspirada en hechos reales, transcurre a finales del siglo xix y principios del xx entre las islas de Gran Canaria, Cuba y Londres, describe a través de sus doce capítulos y un epílogo el testimonio y las experiencias de algunas mujeres que en Gran Canaria fueron conocidas como santiguadoras y que, poseyendo las características descritas por Andrew Jackson Davis, dedicaron sus vidas al servicio de los demás.

 

Capítulo primero

La fe y los remordimientos, el testamento y el guerrero

 

LA FE Y LOS REMORDIMIENTOS

En verano, cuando la finca de La Agujereada aún estaba en su esplendor y el agua corría hasta el mar, después de la comida, el patrón, el señor Bartolomé Espinosa, se retiraba a la biblioteca donde el servicio ya había oscurecido la habitación para que el fuego del sol no le interrumpiera la siesta. Nadie, salvo los espíritus que desde hacía siglos compartían ese espacio, podía alterar el silencio de la casa hasta que el patrón se despertaba pidiendo a gritos un café. Ese frágil equilibrio entre vivos y muertos algunas veces se veía alterado por sucesos inexplicables o por otros tan triviales como una conmoción atmosférica o una trifulca familiar. Entonces se provocaba una cascada de acontecimientos insólitos: las cortinas se movían con las ventanas cerradas, se escuchaban pasos en habitaciones vacías o las sombras que durante la noche atravesaban paredes y espejos ahora se presentaban de día, sin pudor ni respeto, manifestando su malestar con ruidos y golpes. En esos momentos, para recuperar la armonía de la casa y que ellos cesasen en sus demostraciones, Tomasa, una esclava mulata y ama de cría de la familia, advertía a doña Brígida, su señora y madre de Armando Espinosa, sobre la necesidad de que cada tarde se reuniese a la familia con los trabajadores de la casa para rezar un rosario por los difuntos que buscaban paz.

Siendo niño, y antes de que el cólera llenara la finca de parientes y amigos, en las noches de tormenta, cuando Armando se desvelaba, ni los escapularios, ni las oraciones, ni dormir abrazando una estampa bendecida por el obispo le servían para ahuyentar el miedo. En esas noches, en lugar de correr hacia la cama de su madre en busca de refugio y cariño, bajaba las escaleras a toda prisa hasta llegar a la cocina, donde se refugiaba en el camastro de Tomasa. Ella era la única persona en toda la casa que le ofrecía el calor y la ternura que un niño asustado necesitaba. A veces su hija Amelia también dormía allí y él, haciéndose un ovillo, se acurrucaba entre las dos, encontrando no solo el olor maternal que lo relajaba, sino protección frente al espíritu del aborigen, un ser primitivo que, además de atormentarlo en sueños, deambulaba por la casa como si fuese suya. Para tranquilizarlo y ahuyentarlo, Tomasa no se encaraba con él, solo lo escuchaba y rezaba hasta que cesaban los ruidos y los golpes. Cuando ya no tenía de qué quejarse, ella le pedía que dejara en paz a ese niño inocente y todo volvía a la calma.

Muchos años después, y ya siendo adulto, Armando seguía sin poder dormir cuando una tormenta lo despertaba a mitad de la noche y, a pesar de que la lluvia hacía horas que sacudía el velero donde viajaba, antes de quedarse en la cama, él prefería permanecer en la cubierta viendo cómo los rayos que caían sobre el mar le permitían distinguir a lo lejos la costa de Gran Canaria. Salvo el capitán, ni la tripulación ni los pasajeros sabían que aquel hombre de aspecto triste y enfermo era un destacado miembro del Partido Republicano que volvía a su isla natal como si fuese un prófugo de la justicia.

Toda una paradoja del destino, ya que Armando siempre había defendido en sus debates políticos y artículos de prensa que cualquier asunto relacionado con la fe y las creencias formaba parte de una elección individual. Con todo, en el momento en el que él se pronunció seguidor del espiritismo, sus adversarios políticos lo atacaron con tal saña y agresividad que para salvar su vida tuvo que huir de Madrid.

La primera vez que Armando tuvo conocimiento del movimiento espirita fue cuando empezaba a ejercer de abogado y los libreros de Cádiz recurrieron a él para defenderse de la reacción desproporcionada y fulminante del obispo, ante la publicación y distribución de un folleto de apenas cincuenta páginas titulado Luz y verdad del espiritualismo. Un tratado sobre la influencia de los espíritus en la vida de los hombres y su misión en la Tierra. Tras declararlo escandaloso y profundamente dañino para la fe de los católicos, el obispo de Cádiz organizó un auto de fe frente al Palacio Episcopal, donde quemó todos los ejemplares que la policía pudo requisar de las librerías de la ciudad. En aquellos días, ante tal atropello a la libertad de expresión y para salvar la obra, Armando confió en un amigo suyo, un capitán de navío, que con total discreción llevó los folletos hasta Uruguay, donde pretendían imprimirlos y así escapar de la furia eclesiástica.

Cuando amainó la tormenta y pudieron acercarse al muelle de Las Palmas, Armando, siendo conocedor de que su presencia podría alentar o justificar en sus enemigos políticos cualquier acto violento en su contra, prefirió pasar desapercibido y, con la complicidad del capitán, aprovechando la oscuridad y el ajetreo de mercancías, envió todo su equipaje al domicilio de un amigo de la infancia, el doctor Gregorio Chil. Y él se embarcó en una chalana, que atracó discretamente en un refugio pesquero, alejado del puerto de la ciudad. Allí con una tartana lo esperaba Inocencio, el capataz de La Agujereada, una finca que la familia de su padre poseía al norte de Gran Canaria.

Tras una hora de marcha alcanzaron el malpaís, las nubes ocultaban la luz de la luna, a lo lejos la estructura de la casa, como un decorado de ópera, se recortaba al final del camino, esa visión un tanto espectral, unida al silencio y al frío del invierno, le provocaron una inquietud, una sensación de vacío, a la que no estaba acostumbrado y que nunca antes había vivido.

En la finca nadie, salvo Petronila, la mujer de Inocencio el capataz, estaba al corriente de su llegada. Hacía más de una década que Armando no la veía y casi no la reconoció. En la penumbra del comedor, iluminada por unas pocas velas, pudo apreciar en las arrugas de su cara, en las cicatrices de sus manos y en la boca casi sin dientes lo dura que había sido la vida con ella. Y pese a que Petronila conservaba su gracia y sentido del humor, cuando Armando se sentó a la mesa empezó a sentirse incómodo. Tenía varias preguntas que durante el viaje le rondaron la cabeza y ahora frente a ella y con Inocencio presente ya no se atrevía a formular.

Casi ni comió, desde hacía varios días padecía una tos que no lo dejaba descansar y prefirió que Petronila le preparara un agua de tomillo y retirarse a dormir. A solas en la habitación y mientras ella calentaba las sábanas, le dijo sin más rodeos:

—¿Sabes algo de Tomasa?

Ella no quiso contestar y siguió con su tarea. Pese a su actitud evasiva, él insistió:

—¿Y de Amelia?

Para Armando ese silencio fue insoportable. Esa falsa sumisión era más que un gesto de rebeldía, casi una insolencia, por ello, cuando terminó de habilitar la cama y se disponía a salir, él para reclamar su atención la sujetó del brazo. Entonces Petronila sin inmutarse le contestó:

—Desde que su difunta madre las vendió a un oficial de la Marina en Puerto Rico no sabemos qué ha sido de ellas.

—¿Y del niño?

—Antoñito se marchó a Cuba, creemos que ha muerto.

Armando quiso hablar. Quiso explicarle que él estaba en París y su madre nunca le dijo lo que pensaba hacer. A su regreso a Madrid, cuando se enteró de la venta, ya era tarde para impedirlo. Quiso disculparse, sabía que después de tantos años no tenía derecho a remover una herida tan profunda, pero no pudo articular las palabras, lo asaltó un ataque de tos que lo obligó a sentarse y respirar profundamente. Entonces ella lo miró a los ojos y le pareció tan frágil y triste que, para consolarlo, susurró:

—Ya…, ya pasó.

Ante tanta calma y resignación, Armando se avergonzó de su actitud y le abrió la puerta. Ni se despidieron, ni se miraron, los dos eran conscientes de que no era necesario seguir haciéndose daño. Se acostó, pero, en aquella cama donde murió su madre, no estaba cómodo y entre la tos y el remordimiento no pudo descansar.

(continuara)

 

Capítulo segundo

El cólera, suplantación y gloria y la visita del obispo.

 

SUPLANTACIÓN Y GLORIA

Los primeros colonos que llevaron las plantaciones de caña al poblado de Manzanillo, en la isla de Cuba, eran canarios y procedían de Santa María de Guía, Moya y Arucas. Familias que huían del hambre, acostumbradas a domesticar laderas inhóspitas y transformarlas en terrazas fértiles, por eso, cuando se encontraron con la selva y sus majestuosos y centenarios árboles, lejos de asustarse, dieron gracias a Dios y se pusieron a trabajar con tanto ahínco y tesón que los nietos y bisnietos de aquella primera generación ya formaban parte de una rica burguesía dueña de bodegas de ron, ingenios de azúcar, tierras y esclavos. Ni el dinero ni las comodidades ni las nuevas costumbres, que fueron adquiriendo en el Caribe, consiguieron que ninguno de ellos olvidara jamás de dónde procedía y en sus quehaceres diarios procuraban mantener vivas sus canciones y tradiciones, no solo con un ejercicio de memoria y obstinación, sino que, cada cierto tiempo, para reforzar los lazos familiares, los patriarcas más influyentes de estos clanes ayudaban a que nuevos colonos de su misma sangre y de sus mismos pueblos obtuvieran fincas en la provincia de Oriente, que podían pagar a plazos bien con dinero o aportando caña a los insaciables ingenios de azúcar.

(continuará)

 

Capítulo quinto

El agua y la tierra, la mansión y los indicios

 

LA MANSIÓN

Hay noches en la platanera en las que el olor a tierra húmeda es tan intenso y pegajoso que hasta respirar se hace difícil. Aun así, antes del amanecer, el capataz y sus trabajadores, como un ejército de polillas, alumbrados por antorchas y lámparas de carburo, cortan a toda velocidad los racimos de plátanos. Los apilan en carretas y van directos al puerto, donde son cargados en un vapor que espera una marea favorable para zarpar con destino a Inglaterra. Desde que los ingleses manejaron el negocio del plátano en la isla de Gran Canaria, la conexión entre la recogida de la fruta y el embarque era una de las piezas clave del negocio. Si esa sincronía funcionaba, los beneficios acababan siendo sustanciosos. No significaba lo mismo embarcar una fruta recién cortada, que llegaría al puerto inglés en su punto óptimo de maduración y consiguiendo así el mejor precio, que otra cortada de varios días y expuesta al sol en un descampado del muelle. Había noches en las que entrar en la platanera no era fácil, hombres de todas las edades, armados con zachos, cuchillos y barras, sin saber por qué, quedaban paralizados, asustados como niños incapaces de enfrentarse a su trabajo. Algunos decían que la piel se erizaba y que miles de ojos los observaban en silencio. Otros decían que la sensación de ahogo era distinta a cuando hace calor, no es que fuera difícil respirar, daba miedo inhalar ese aire. Cada hoja, cada tallo de cada planta viva o muerta parecía formar parte de un ejército que impedía que invadieran su terreno. El sonido del viento entre las plataneras, la caída de una hoja, cualquier ruido era interpretado como si un enemigo oculto los esperara para un combate desigual. Esas noches el capataz se hacía acompañar por Amparo, que era de las pocas santiguadoras capaces de calmar a los espíritus de la platanera. Ella con paso sigiloso entraba sola en la huerta y, a pocos metros de la acequia, buscaba una planta con un buen racimo y allí se arrodillaba. De su cinturón sacaba un cuchillo y dibujaba en el suelo signos y símbolos, mientras recitaba en una lengua desconocida por aquellos hombres sus rezos. El tiempo parecía detenerse cuando Amparo realizaba esos menesteres, y ellos por muy ansiosos que estuviesen por empezar a trabajar ni se movían hasta que la veían salir y los autorizaba a entrar.

(continuará)

Comentarios 2
TECHI CANTARELA Publicado el 2 febrero, 2023 a las 10:42 pm   Responder

HOLA, SOY DE ARGENTINA. DONDE CONSIGO EL LIBRO. GRACIAS

tomasmonsalvediaz Publicado el 23 abril, 2024 a las 7:10 pm   Responder

te lo puedo enviar yo.

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