El mar, en la novela,  no es un simple elemento de apoyo al personaje de Arcadi Aran: es parte de él. El mar, para Arcadi, era la poesía blanca de la inocencia y la sensación de que la vida no tiene un final —la ingenua tranquilidad con que se vive hasta entrar en el mundo adulto. Porque el Mar es su mar; el que contemplaba desde la azotea con barcos que se iban o venían de su mundo imaginado, y era aquel mar, el Mediterráneo frente a Barcelona, no otro,  del que, más tarde, esperaría encontrar algo o alguna respuesta.

En el mar de su ciudad se perdió, primero,  la presencia del padre y después, como consecuencia,  la infancia inconclusa con su tiempo sin consumir. Nació entonces el sentimiento oculto de que algo no se había cerrado del todo;  esa es su búsqueda inconsciente, el complemento de una etapa necesaria cuya ausencia  le llevaría a una vida desplazada  de su verdadera personalidad.

Conocería otros mares por Europa y América, pero el único que le daba protección era el suyo, los otros eran lo desconocido; eran  la vida que vendría después de los años que le quitaron y en la que entró casi sin proponérselo, como llevado, por eso no ama a esos mares ajenos; porque sabe que lo que falta no está en ellos y teme una sustitución equivocada; ha de ser el suyo, al que debe regresar como un héroe, el que le daría las respuestas y razones que nadie más podría darle.

Aquel mar, también tenía un tiempo suyo, pero todo tiempo es irrecuperable, y su recuerdo está sujeto a los cambios que, en cada uno, opera el propio paso de los años con la erosión necesaria en la imagen de aquella realidad perdida; es como cuando contemplamos una ruina histórica o una antigua obra de arte incompleta y pretendemos recomponerla desde nuestra realidad actual. Es imposible, pero siempre queda la ilusión de lo ficticio, aunque el mar tiene memoria, solo que no podemos encontrarla, y esto, no sabemos si Arcadi lo llegó a comprender alguna vez.