Hace años que escribo con la intención de expresar aquello que a veces no sale por la boca. Se convirtió para mí en una terapia emocional. Sin nadie que me observe, me cuestione o me juzgue, me siento libre frente al papel en blanco. Me invita a soltarme y a poner palabras a lo que siento, a lo que vivo, a lo que anhelo. Me acerca a mí misma.

Diarios de emociones, cartas para mí y para seres queridos. Cartas que no fueron enviadas, pero cuyo contenido sí dejó de estar en mi almacén mental al trasladarlo al papel. Tantos pensamientos que rondan por nuestras mentes que necesitan encontrar salida. En ocasiones, enfrentada a mis propios pensamientos luchaba en balde por dejarlos atrapados, encadenados, tratando de evitar que volvieran a salir. Como el niño pequeño al que castigan, ellos seguían haciendo ruido. Fue así, como la necesidad de soltar  me llevó a escribir.

Hojas y hojas acogiendo historias y sentimientos.  El papel se convertía en esa parte de mí que sí quería conocer la verdad. Perdí el miedo a escuchar a la mente rumiante que requería de un consumo extremado de energía.

Escribir se convirtió en un modo amable y saludable de comunicarme con las profundidades de mi ser.

Una vez perdido el miedo a juzgarme, también lo perdí a que los demás me leyeran.

Dejándome llevar, di forma a una historia vivida que bien podía tener varias lecturas. Me apeteció que mis seres queridos se aceraran a mi visión, a mi mundo, a mi mapa. De este impulso surgió La mirada de Alana, casi sin pensar a cuánta gente llegaría. Ahora con mi primer libro impreso en la mano, la emoción me cuenta que dejarse llevar y vivir atendiendo a un latir del corazón que te invade y deja las dudas a un lado, es la mejor fórmula para seguir viviendo.