No todas las historias de terror son falsas. Muchas de ellas se encuentran intrínsecamente vinculadas a nuestras almas, en nuestros corazones moribundos llenos de esa tensión y estrés que nos produce la mezcla de nuestra mente con nuestra vida.

El ajetreado ritmo de los coches y los trenes, los cafés tomados de pie, deprisa, con un cigarro encendido atravesando nuestra mano, se convierten en una súbita y taciturna relajación cuando llega la noche, y los cuerpos, cansados, dejan su raciocinio a un lado para convertirse en un animal más al que la muerte acecha sin darnos cuenta.

Es por la noche cuando ocurren la mayoría de los hechos que no conocemos. Es en ese instante cuando nuestro corazón se apaga,  nuestros sentidos dejan el raciocinio atrás y se transforman en los de un animal fallecido y taciturno que no tiene necesidad de entablar conversaciones más allá que consigo mismo. Es en ese momento cuando nuestros miedos de la infancia, ese monstruo que vive debajo de la cama, la llamada de teléfono perdida, el armario que se abre y se cierra, la lluvia de la calle, la tormenta cuyos rayos dejan entrever fantasmas y las brujas entre las persianas de las casas, cobran vida.

Es por la noche cuando nuestro cuerpo se desliza a otra dimensión: de la que no podemos parar, de la que no podemos escapar. Donde soñamos que caemos de lo alto de un rascacielos, que no podemos movernos mientras un demonio juega con nosotros y con nuestros sentidos. Es por la noche cuando nuestros sentimientos animales se ponen más alerta para poder encontrar la razón de la existencia de nuestras vidas. Es por la noche cuando escuchar un simple ruido puede atormentarnos hasta la mañana siguiente. Por eso decimos que no todas las historias de terror son falsas; muchas de ellas se encuentran dentro de nosotros mismos, teniendo como protagonista a lo que más queremos. A nuestros seres queridos, a nuestra propia alma. A ti.