El/la hijo/a debe asumir la responsabilidad de la protesta, de la lucha por ejercer su derecho a ser diferente, opinar distinto, caminar en la dirección que considere aunque difiera de la estipulada, arriesgarse fuera de la aparente seguridad de la familia. Esta protesta implica aceptar que la desobediencia es deseable e inevitable.
El/la hijo/a deberá desobedecer y frustrar el deseo de la madre, el deseo de que permanezca a su lado, de que sea consuelo y sostén, cálido refugio y elixir de juventud. Por el contrario, deberá permitirse “robar la llave”, como relataba Robert Bly en su libro «Iron John», que se esconde “bajo la almohada de mamá”. Porque esta llave no se consigue con una solicitud educada o con una paciente explicación, la llave solo se obtiene en el acto de hacerla suya, a expensas y contra el deseo de la madre.
Esta desobediencia implica robar el fuego, como hizo Prometeo, acceder a la sabiduría de los padres, a los secretos de la vida, abandonando la inocencia delicada y el respeto ciego a las normas que se le han impuesto. Porque hay una ley superior, la ley de la vida, que le recuerda su destino, su camino, su elección.
Los padres sufren este proceso, se angustian ante el miedo de que sus hijos desaprovechen sus vidas y piensan que sólo haciendo lo que se ha pensado para ellos, obtendrán la mejor solución para su futuro.
No debemos confundir la desobediencia con la protesta adolescente de muchos jóvenes. Ellos pueden ejecutar una danza ritual de rebeldía ante sus padres, pero donde sólo giran sobre sí mismos o en torno a sus padres, en un movimiento de amenaza y repliegue continuo, sin cambios en el transcurso del tiempo. Es una danza eterna, en una queja por no recibir lo que se desea, por no ser reconocido, por no ser escuchado, pero sin romper nunca la cadencia de ese baile. Los movimientos están pautados y se sostienen por décadas. Esto es lo que Fromm llamó «rebeldía», algo muy diferente a lo «revolucionario» que sí implica un auténtico cambio.