Alguien escupió en mi sopa
En20 febrero, 2021 | 0 comentarios | Sin categoría |

Me queda un regusto amargo en la boca cada vez que le digo que la quiero. Pero necesita oírlo, y yo no puedo dejar de mentir a esta pobre enfermera de mirada ya agotada, desamparada y anclada en el olvido, cuando me llama a diario papá. No seré yo quien le diga que jamás he tenido una hija. Insiste en llevarme a todas partes en una silla de ruedas y me trata como a un viejo inválido. Inválido dejó la guerra a mi mejor amigo, ¿cómo se llamaba? Intento recordar su nombre cuando la triste enfermera me coloca frente a una mesa rodeada de viejos aburridos, cada uno con una locura diferente:

—Vamos, papá, es hora de cenar.

—No tengo hambre, ya te lo he dicho antes.

—Bueno, pero tienes que comer algo para estar fuerte.

Se retira y me abandona, me deja solo entre aquellas personas que no conozco de nada. Los observo detenidamente,  pues no tengo nada más que hacer. Uno de ellos se ha dormido y su cabeza cuelga hacia adelante a merced de su respiración, otro lleva puesta su mejor ropa; una camisa blanca, chaleco carmesí y corbata a juego, y no para de sonreír, contrasta con el que está a su lado que tan solo lleva puesto un pijama a cuadros y el batín azul marino por encima, tiene la mirada al infinito y huele sospechosamente mal, concretamente a mierda, y no sonríe. Por último, justo a mi lado, hay un tipo que parece el más normal de todos, tiene una gran cicatriz a un lado de la cara y le falta una oreja, deduzco que puede ser un camarada:

—¿De la quinta del biberón?—le pregunto con ansias de entablar una conversación— Yo estuve en la batalla del Ebro, con solo quince años me reclutaron, sin casco, sin gorro, sin cinta para el fusil, sin instrucción alguna. Fue un matadero, éramos niños y nos mandaron a una muerte segura. Vi cosas horribles, sin embargo, yo tuve mucha suerte, tan solo me alcanzó una bala en la pierna, nada serio —me quedo callado, esperando una respuesta o algún tipo de reacción.

—No, yo no estuve en el Ebro. Me escapé, junto con mi madre y mi hermana, a Francia. Refugiados allí durante un año, y una vez terminada la guerra civil española, tomamos el convoy 927 —me mira fijamente—, que inocentemente creíamos que nos llevaría, a nosotros y otros cientos de españoles exiliados, a la zona francesa no ocupada por los nazis. Cuatro días más tarde llegamos a Mauthausen, no sabíamos dónde estábamos, pero rápidamente aprendimos qué era un campo de concentración. De las cuatrocientas setenta personas del convoy que entramos en el campo de concentración de Mauthausen solo sobrevivimos sesenta y una. Nada más llegar, el director del campo, Frank Ziereis, nos dijo que ninguno de nosotros iba a salir por la puerta, que  solo saldríamos por la chimenea del crematorio. Aún recuerdo los llantos histéricos de mi hermana y mi madre. Ellas no salieron por la puerta.  Puedo decir, como tú, que tuve mucha suerte. Las cicatrices son de las torturas a las que me sometieron, por el mero placer de castigarme. Jamás me hicieron ningún tipo de pregunta.

Intento seguir con la conversación con este nuevo amigo tan interesante que acabo de conocer cuando aparece de nuevo aquella enfermera pesada y nos coloca un plato hondo lleno de un líquido verde asqueroso:

—¿Qué es esto? —le pregunto indignado.

—Esto es sopa de guisantes con patata y coliflor. Tiene muchas vitaminas.

—Pues no pienso comérmelo. Tiene peor aspecto que el rancho que nos daban en las trincheras —y recuerdo, justo en ese momento, como varios de mis compañeros escupían en la sopa que preparábamos para el resto de soldados antes de acostarnos entre los matorrales y los silbidos de algunas balas perdidas que volaban por encima de nuestras cabezas. Remuevo la sopa de guisantes con la cuchara— ¡Enfermera! —Grito enfadado— Alguien escupió en mi sopa, y no pienso comérmela, ¿os habéis creído que soy estúpido?

—Vamos, vamos, tranquilízate papá. Nadie ha escupido en la sopa, ¿cómo se te ocurre tal cosa?

Se acerca a mí, se sienta a mi lado, e intenta darme de comer ella misma. Se oye una voz femenina que la llama:

—Alba, deja a tu padre y ven aquí, la Sra. Márquez se ha caído y te necesitamos.

Alba, ese nombre retumba en mi cabeza. Y aparece la imagen de una niña con un vestido verde y dos trenzas que le llegan a la cintura rematadas ambas con lacitos azules. Alba, la chica que lo saca a bailar en la feria de verano ante la mirada atónita y escandalizada de todos los vecinos. Alba, la mujer de ojos negros que le besa la boca con pasión y a escondidas en la última fila del cine del pueblo. Alba de blanco, acercándose al altar. Alba, Alba, Alba,…:

—No pienso comer, voy a esperar a Alba, mi mujer, no tardará en llegar. Ya debería estar aquí —cierro la boca justo cuando la enfermera iba a meterme una cucharada de sopa en ella. El asqueroso líquido se derrama y cae, manchándome la camisa—. Pero, ¿qué haces? —la regaño con dureza, siempre es muy patosa y debe aprender.

—Lo siento, papá, no pensaba que ibas a cerrar la boca,… —saca un pañuelo limpio de su bolsillo— Mamá,… —se corrige—, Alba no bajará a cenar, está… —lo piensa un rato—, tiene dolor de cabeza y ha dicho que hoy se quedaría en la habitación a descansar —se acerca más a mí para quitarme las manchas verdes que se filtran rápidamente por el entramado del tejido.

La miro fijamente, enfadado y cansado, hago ademan de rechazar su ayuda cuando nuestras miradas se cruzan. La enfermera está tan cerca de mí que puedo ver con detalle su pálido rostro. Me fijo con curiosidad en un detalle, en el color azul de sus ojos hay una franja gruesa marrón en uno de ellos que cruza el iris de arriba abajo. Y en mi mente rebota esa imagen extrañamente familiar. Veo a un bebé sonriendo en mis brazos. Veo a una frágil niña mirándome con devoción mientras toco el violín. A una chica que me llena de besos por haberle regalado un radiocasete portátil. A una mujer que llora desconsolada y me abraza con fuerza en la puerta de embarque del aeropuerto antes de salir a estudiar al extranjero y me dice al oído que me echará de menos, porque solo me tiene a mí. Y de mi boca sale algo inesperado y hasta entonces olvidado:

—Alba, ¿hija, mía?  —Coloco mi mano en su mejilla y siento como su cuerpo empieza a temblar—. Amor mío, ¿qué pasa? ¿Por qué lloras?

—Papá… —intenta tragar saliva—, no sabes cuánto te he echado de menos. Me siento tan sola.

—No te preocupes mi niña, ya estoy aquí contigo, y te quiero más que nada en el mundo, no estés tan triste, —la abrazo con todas mis fuerzas— ya ha pasado todo. Ahora nos iremos a casa y todo volverá a ser como antes.

—¿Antes? ¿De qué? ¿De venir a la residencia? Pero no puedo irme, yo trabajo aquí papá.

—Claro, claro,… —veo como las manchas verdes se han filtrado por completo en mi camisa.

Me da pena esta enfermera, siempre tan triste y desamparada. No sé cómo decirle que me han llamado para irme a la guerra mañana. Sin embargo, no quiero dejarla sola en este sitio tan repugnante. Por ella he decidido no irme mañana de aquí. Me iré cuando mamá venga a buscarme.

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