El silbido de Chopin
En20 febrero, 2021 | 0 comentarios | Sin categoría |

A oscuras, escondida en un rincón del baño del primer piso, encontramos el cadáver de la joven Almudena. Tenía los ojos encendidos en un pánico atroz, su cuerpo encogido, las manos agarrotadas y congeladas en una posición antinatural, el cuello extendido al máximo y la mandíbula abierta como a punto de chillar. Aquel rostro denotaba un terror supremo, sin embargo, el equipo forense no halló ningún signo de violencia, ni huellas, ni rastro alguno de un segundo sujeto que pudiera haber estado en esa estancia o en el resto de la casa. El médico determinó que la muerte había sido por un paro cardíaco. No me convencía el informe detallado del forense, pues daba a entender que la víctima había muerto por culpa de algún suceso que la estresó de forma extrema, es decir, de miedo. La última persona con la que habló la victima por teléfono antes de fallecer fue su propia madre. Aunque el minucioso y sutil interrogatorio al que la sometí no me aportó ninguna pista extra, pues desde el minuto uno sospechamos del novio de la chica como presunto culpable y no veía que la investigación pudiera dar un vuelco inesperado. La tarde antes de la muerte, la pareja de novios había discutido frente a todos sus amigos y él, entre fuertes empujones, a punto estuvo de propinarle un puñetazo. Teníamos testigos suficientes dispuestos a declarar que Almudena huyó aterrada. La joven, bajo un acto de desesperación, decidió esconderse en aquella casa, vacía desde hacía años, la cual pertenecía a su difunta abuela. Las piezas parecían encajar. Pero había algo que no me había dejado dormir, un detalle que me reveló la madre en el último momento antes de irme de su piso. Aquella fatídica noche, cuando habló por última vez con su hija, pudo oír a través del teléfono un claro silbido entonando una canción tétrica, cuya melodía, después de que la mujer me la repitiera, pude reconocer como la famosa marcha fúnebre de Chopin. La chica también fue consciente de aquel silbido, pero le quitó importancia argumentando que debía ser el vecino, y alegando que las paredes eran casi de papel. Los pasos raudos me dirigían ahora hacia esa casa, más bien hacia ese testigo mudo, pues era la única que realmente sabía lo que le había sucedido a Almudena. Estaba oscureciendo. Debía darme prisa si quería estar presente en el interrogatorio que mis compañeros habían preparado al joven acusado de la muerte de la pobre chica. Al llegar a la entrada del edificio de los hechos, aparté de un manotazo la cinta de la policía y entré sin dudar. No era una casa muy grande, pero sí misteriosa y sombría. El aire era rancio, espeso y estaba viciado. En el segundo piso tuve que encender las luces, era ya de noche. El único ruido perceptible entre aquel silencio sepulcral era el crujir del suelo de madera bajo mis pies. No había vecinos colindantes, pues no existía ninguna estructura habitable contigua a la casa. Para mí era una pista más de que el novio debió seguirla hasta allí y era él a quien oyeron silbar. Pero yo estaba allí para descubrir algo más, algún descuido que pudo tener el asesino. Debía encontrar alguna muestra de pisadas, por minúscula que fuera. Ese tipo no podía volar, era humano y tenía dos pies como el resto de los mortales. No obstante, a pesar de mi obstinación, no pude hallar nada. Un fantasma habría dejado más rastro que aquel tipejo ¿Cómo lo había hecho? La respuesta escapaba a mi entendimiento. Todos estos años acumulados de experiencia habían sido burlados por un simple adolescente, ¿o tal vez en el fondo ese chaval no fuera tan simple? Palpé la estructura del edifico buscando alguna pared falsa que facilitara el acceso al baño, ya que el cuerpo de la víctima fue hallado en su interior con la puerta cerrada por dentro. Solamente pudimos acceder a ella reventando la entrada, y se me ocurrió que tal vez pudiera existir un hueco en la pared por el cual el asesino pudo llegar hasta ella sin necesidad de usar la puerta. Golpeé con el puño cada palmo de los tabiques. Rasgué con las uñas cada junta, cada defecto, cada grieta. Inspeccioné cada bisagra, cada puerta, cada ventana. Insulté y maldije a cada nueva frustración. Pero nada. Algo escapaba a mi habitual intuición, y me sentía estúpido al pensar que tenía la respuesta ante mis narices sin poder ser capaz de desvelarla. El móvil sonó, eran mis compañeros que tenían a ese cabrón preparado en la sala 2 de la comisaría listo para interrogarlo. —En diez minutos voy para allí. Empezad de momento sin mí —les contesté. —Está bien, pero no tardes. Antes de colgar la casa al completo se quedó a oscuras. “¡Mierda!”, exclamé. —¿Qué pasa? —quisieron saber mis compañeros. —Nada, debe de haber saltado el diferencial. Me he quedado a oscuras, y no me queda mucha batería en el móvil para usar la linterna. —Cargarlo entonces —intentaron aconsejarme. —Tengo el maldito cargador en el coche, y las llaves no sé si las he dejado… En ese momento, de entre las paredes y al mismo tiempo proveniente del techo, se oyó un silbido alto y claro entonando la marcha fúnebre de Chopin. La negrura impedía que pudiera ver a dos palmos de mi cara cuando el móvil simplemente se apagó, al mismo tiempo unos pasos se acercaban, sin que yo pudiera determinar su localización. A tientas, palpando otra vez todas aquellas paredes, ahora ya tan conocidas para mí, llegué a la cocina, donde recordaba haber dejado las llaves del coche encima de la mesa. Sin embargo, ahí no había nada, o mi estrés estaba produciendo que fuera incapaz de pensar con claridad, y dudé en si realmente me había llevado las llaves. Otra vez a tientas intenté buscar la puerta de salida, pero la oscuridad había convertido esa simple estructura cuadrada de dos plantas en un turbulento laberinto de ladrillos tan desconocidos que habría sido capaz incluso de jurar que tenían la habilidad de cambiar de lugar y situación sin que yo me diera cuenta. Y otra vez el silbido. Esta vez en mi nuca. Pude sentir aquel resoplido erizando el bello de mi cuello. Pero por más puñetazos que diera al aire el silbido seguía pegado detrás de mis orejas, penetrando lentamente en mi mente. Multitud de pasos fuertes se acercaban desde todas las direcciones obligándome a escabullirme y moverme continuamente por miedo a algo desconocido y a ser herido, asustándome constantemente cuando menos lo esperaba. Sabía que la casa estaba abandonada, sin embargo, sentía que no estaba solo, me sentía rodeado por algo, algo que no me iba a dejar marchar, no con vida. El silbido se intensificaba, esta vez era fuerte y penetrante, clavado en el interior de mis oídos. Me tiré al suelo y me arrastré cual gusano, aturdido, asustado, perseguido por aquella cosa. Hasta que encontré una puerta que daba a algún sitio. Entré y cerré la puerta tras de mí usando el pestillo. Me acurruqué en un rincón, esperando que el silbido remitiera, esperando que la supuesta seguridad que sentía me calmara. Entre la desesperación volví a sentir que no estaba solo, aquella presencia saturaba la habitación en la que me encontraba, ahogándome. Oí una terrorífica voz hablando a pocos centímetros de mi rostro, usando un idioma que desconocía por completo, cuando de repente, cientos de silbidos sonaron de forma ensordecedora al mismo tiempo que la sala se vaciaba de aire respirable. Intenté gritar pidiendo ayuda mientras mi corazón se aceleraba y mi cuerpo dejaba de responder a mis estímulos. Extendí el cuello para tomar aire. Las manos se me agarrotaron al tiempo que mi cuerpo se convulsionaba y se encogía. Justo entonces un inesperado pensamiento pasó fugazmente por mi mente: “Ese chaval está en comisaría. Él no mató a Almudena ¿Cómo puedo dejar una pista exponiendo que su asesino sigue en esta casa?”. Mis pulmones soltaron su última contracción de fuerza y mis latidos dejaron de bombear la sangre que me daba conciencia, abandonándome en la absoluta oscuridad de la nada. El médico forense determinó que la causa de mi muerte fue un paro cardíaco provocado por un estrés desmesurado, es decir, por miedo. Dejando así otros dos casos abiertos sin esclarecer. Dejando a dos vidas exprimidas en la vergüenza del miedo.

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