El chico de la mochila azul
En20 febrero, 2021 | 0 comentarios | Sin categoría |

El follaje se distribuía en ordenado caos a su alrededor, crujiendo agradablemente bajo sus pies, mientras el verdor de los árboles siseaba al compás del viento primaveral. Olía a húmedo, a tierra rica, a vida y a libertad. Nora pestañeó ligeramente al observar el sol en su cenit, y dejó que sus ojos se cerraran y se regocijó en los joviales cantos de los pajarillos que revoloteaban nerviosos entre las ramas. Esas eran el tipo de vacaciones que necesitaba. Vivir unos días entre la naturaleza era lo que siempre había soñado.

No iba sola. Un grupo de veinte estudiantes más se habían apuntado a la misma aventura, desconectar del mundanal ruido, de las agobiantes ciudades, del sofocante aire contaminado y olvidarse por breve tiempo de sus necesidades materiales era su principal propósito. Todo sería fantástico si no fuera porque Nora estaba aterrada, era la primera vez que lo abandonaba todo y no estaba segura de si podría ser capaz de aguantar dos semanas sin móvil, sin internet, sin cocina o sin baño, pero ya no había marcha atrás, ya estaban todos montando las tiendas de campaña y preparando pequeños círculos de piedras, iban a encender varias hogueras para calentarse, las noches eran aún muy frescas. Pequeñas gotas repicaban en el chubasquero, el suelo, las tiendas, las piedras, las hojas, creando la sinfonía más bella que jamás hubiese escuchado y se deleitaba con su música en lugar de echar una mano a los demás.

Tras una ligera cena, se quedó sola frente al crepitar del fuego. Recogió todos los utensilios y apagó un par de hogueras a punto de extinguirse. Todos se habían marchado a dormir, pero ella quería disfrutar de aquella tan temida soledad. Tenía miedo, aun así, necesitaba sufrirlo, era un temor acaramelado del que no quería desprenderse, la hacía sentir más viva que nunca, más bien, se daba cuenta de que podía percibir sensaciones completamente diferentes a lo que estaba acostumbrada a sentir sentada en un rincón del sofá. Vio acercarse a un joven con una mochila azul, bien vestido y bastante atractivo:

—¿Puedo? —le dijo el joven de pelo y ojos claros, pidiéndole permiso para sentarse a su lado.

—Claro que sí, siéntate aquí, cerca del fuego. ¿Tienes frío? —preguntó Nora al recordar que ella misma había sofocado el resto de fogatas al creer que nadie más quedaba despierto.

—No, solo he venido para hacerte compañía —le sonrió mostrándole un par de hoyuelos en las mejillas, haciéndolo más seductor de lo que ya era.

—¿Tanto se me nota que estoy muerta de miedo? —le devolvió la sonrisa.

—¿Miedo? ¿En serio? ¿A qué?

—Pues no lo tengo muy claro… —se sintió rara al no poder explicar y detallar qué era exactamente lo que le pasaba.

—Ven –el chico se levantó y le ofreció su mano para que la siguiera— Quiero mostrarte algo —recogió su mochila azul y se la cargó a la espalda.

Nora aceptó su mano y ambos se adentraron en la espesura del bosque, acompañados tan solo por el resplandor plateado de la luna llena. Cuanto más lejos estaban del campamento, más aterrada se sentía; oía ruidos espeluznantes por doquier, sombras fantasmagóricas, y un olor singular imposible de descifrar, pero no se atrevía a decírselo, no quería quedar como una tonta cobarde, estaba claro que aquel chico desconocido sabía lo que hacía y a dónde iba, y tenía que confiar en él, no le quedaba más remedio, pues no sabría volver sola al campamento.

Media hora más tarde, cuando Nora creía que se habían perdido por completo, no aguantó más y le dijo:

—Creo que deberíamos volver. Podríamos encontrarnos lobos u osos por estos parajes.

—¿Lobos? ¿Osos? —Se echó a reír con una gran carcajada— No hay nada de eso por aquí.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque conozco este bosque como la palma de mi mano, y jamás he visto a ninguno de esos animales ni ningún indicio de que pudieran estar por esta zona —le tomó la mano, esta vez con algo más de fuerza, pero con delicadeza al mismo tiempo— ¿Confías en mí?

—Hasta ahora sí, ¿por qué?

—Cierra los ojos, tengo una sorpresa para ti.

Le hizo caso, cerró los ojos, y notó como se colocaba detrás de ella y ponía las manos en su cintura para guiarla despacio. Las hojas ya no crujían bajo sus pies, el viento soplaba algo más fuerte pero con calidez, los grillos habían dejado de cantar en ese momento y una sensación de libertad la envolvió sin ni si quiera saber dónde estaba.

—Ábrelos —le susurró el chico al oído.

Sus pies estaban al borde de un abismo de piedra maciza, desde donde se podía ver el fin del mundo gracias a la luminosidad de la noche; campos, bosques, ríos y casas. Una ancha y enorme franja de tupidas estrellas cruzaba el cielo e iluminaba aún más la oscuridad, allí estaba la vía láctea, casi podían oír el movimiento de aquellos millones de planetas y estrellas que se desplazaban lentamente observándolos en silencio, y ellos dos, pequeñas hormigas insignificantes, miraban desde aquella piedra la inmensidad del universo, sintiéndose más pequeños todavía. En la tierra firme, muy lejos de ahí, grupos de luciérnagas se reunían para dar vida a la mundanal negrura, eran decenas de ciudades adormiladas y escondidas que centelleaban entre la nada. Todo su en derredor estaba envuelto en un estallido de colores que jamás hubiera imaginado que la noche pudiera albergar, siempre le había parecido muy tétrica y, sin embargo, sentía que flotaba, que sus pies ya no rozaban el suelo fruto del hechizo de una extraña felicidad. El chico de la mochila azul estaba sentado, igualmente maravillado, tampoco tenía palabras. Nora se sentó junto a él:

—¿Cómo descubriste este sitio? No tengo palabras para describirlo, creo que los demás también deberían verlo.

—No creo que sea lo más conveniente. Este lugar era solamente mío, y ahora también es tuyo, pero de nadie más. Si se lo dices a más gente, todos vendrán, correrá el rumor y en poco tiempo le van a robar la belleza de la que goza en el silencio, lo mejor es que siga en el anonimato.

Tenía razón. Las personas se caracterizaban por masificar lugares de gran atractivo hasta que los destruían por completo. Aquel chico se había encargado de preservar su secreto más preciado y se lo acababa de regalar a ella, por lo que se sintió muy especial.

—Por cierto, ¿vas a estar muchos días por aquí?

—Pues, sí —a Nora le extrañó la pregunta—, como todos los demás estudiantes, unas dos semanas.

—Claro, que estúpido soy —dijo algo nervioso— No me hagas caso, a veces digo cosas sin sentido —la miró fijamente— ¿Aún tienes miedo?

—No, ahora estoy tranquila, contigo me siento segura, tienes un poder desconocido, haces que no tema a nada si estoy a tu lado —suspiró, no quería que ese momento acabara nunca— ¿Sabes una cosa? Siempre he pensado que si existiera la reencarnación, yo escogería ser una loba —se reía tímidamente, por estar diciendo una locura—, de pelaje marrón y gris, y de mirada ambarina —suspiró—. Este lugar me hace sentir distinta —miró al firmamento—. Estoy tan contenta y a gusto, que sería capaz de aullar como una loba, de felicidad —se rio a carcajada por las tonterías que salían de su boca.

—Y, ¿quién te lo impide? —Con la mano le mostró que estaban completamente solos.

—No sé, me da vergüenza,… —lo miró— Te vas a reír, seguro.

—Te prometo que no —le dijo muy serio.

—¡Auuuuuu!,…¡Auuuuuuuuuu!,…¡Auuuuuuuuuuuuuuu! —aulló Nora con todas sus fuerzas.

—Pero,… puedo preguntar ¿por qué tres aullidos? —se rio con cierta confidencialidad.

—Sabía que te reirías —En realidad no le importaba, confiaba plenamente en él y sabía que no se estaba burlando de ella— Tres es mi número de la suerte, y casi todo lo hago tres veces para asegurarme de que lo hago bien, es una manía que tengo.

—Y yo que pensaba que era raro… —le guiñó pícaramente un ojo.

—Ya ves, siempre hay alguien que puede superarte —se relajó y apoyó la cabeza en su hombro para seguir contemplando la noche más cerca de él.

Día tras día ambos jóvenes se encontraban al anochecer, a solas, cuando todo el mundo estaba ya dormido. Nora rabiaba por no coincidir con él de día en las excursiones, pues se dividían en pequeños grupos y hacían caminatas diferentes. Pero se conformaba con verlo cada noche en su lugar favorito, en la piedra del fin del mundo, así la habían bautizado una noche, como tantas, sin ganas de dormir para aprovechar más los minutos juntos. Hasta que todo llegó a su fin, todo camino tiene una meta, era la última noche juntos y, otra vez, solos en el fin del mundo, el chico de la mochila azul decidió lanzarse, era ese momento o nunca, y la besó. Nora había estado esperando ese beso desde hacía días, desde el momento en que quedó embriagada de él, pero no tenía claro si aquel chico sentía algo por ella, hasta la última noche. Fue un beso largo, dulce y apasionado, sus corazones se acompasaron al ritmo del movimiento de sus labios, de sus lenguas y de sus respiraciones profundas. Eran dos cuerpos celestes dominados por un magnetismo antinatural. Y sin prisas, siguieron besándose hasta que los sorprendió el alba.

Cuarenta años habían pasado ya de aquella intensa despedida. Pero para Nora, ahora una famosa científica por haber encontrado cura a dos tipos de cánceres letales a excepción del que padecía ella, había sido complicado hasta entonces pasar página y volver otra vez a la piedra del fin del mundo al punto del anochecer. Sin embargo, ahí estaba, otra vez, y parecía como si tan solo hubieran pasado unos pocos días. Recordaba aquellos encuentros nítidamente, cada segundo, cada detalle, cada sentimiento que afloró por primera vez en su piel, grabándolo todo a fuego en su interior, dejándole una huella difícil de borrar.

Al chico de la mochila azul, cuyo nombre jamás preguntó, Nora le dio su dirección de e-mail antes de despedirse, pero él jamás le escribió. Y llegó a odiarlo profundamente por ello, pensando que jamás había sentido nada por ella. Como cuando era joven, aulló tres veces, esta vez sin fuerzas, con los ojos desbordados en lágrimas, le quedaba poco tiempo, se lo habían confirmado pocas horas antes e intentaba cerrar puertas que aún tenía abiertas de antiguas heridas que no había conseguido que cicatrizaran. Estaba triste, por dejar este mundo antes de lo que esperaba, no obstante, estaba orgullosa por haber salvado muchas otras vidas. Hizo ademán de irse cuando a su espalda pudo oír una voz muy familiar:

—¿Sigue siendo el tres tu número de la suerte?

Nora se dio la vuelta. Allí estaba él, con su mochila azul, no habían pasado los años, era igual de joven que cuando lo conoció. Nora no pudo más, sus emociones se desbordaron, había pasado demasiados años pensando en él, y ahora que lo tenía delante salió todo lo que llevaba guardado, toda una mochila con la que había cargado a lo largo de su vida. Había llegado el momento de vaciarla:

—Te di mi e-mail, pero jamás me escribiste, necesito saber por qué… –dijo entre sollozos.

—Lo siento, no pude. Ya te dije que no podría contestarte, pero no quisiste escucharme —se acercó más a ella— Yo no soy como los demás chicos, ¿aún no te has dado cuenta? Solo nos veíamos de noche, cuando todos dormían. Jamás nos encontramos a la luz del día, jamás nadie me había visto ni siquiera sabían que existía. Soy un alma condenada. Hace casi un siglo que vago por este bosque, sin ningún rumbo en concreto, sin saber por qué, sin acercarme a nadie. Hasta que tú apareciste un día. Podías verme, podías hablarme. Estabas tan asustada que en seguida supe que debía ayudarte, pero no me imaginé que entre nosotros llegaran a pasar…tantas cosas y tan intensas. Te he estado esperando, Nora, y te seguiré esperando hasta que tu viaje termine. Aquí estaré, en la piedra del fin del mundo, para compartirla solamente contigo.

Muchos años después, una leyenda fue tomando forma, cuya historia cuenta que en esos parajes, al anochecer, hay quien afirma haber visto a un chico, de pelo claro y con una mochila azul andando sin rumbo fijo por el bosque y acompañado siempre por una loba de pelaje marrón y mirada ambarina que, en las noches de luna llena, entre el viento que sacude los árboles, se puede oír el eco de sus tres característicos aullidos de libertad, rompiendo el silencio del miedo a todos aquellos que se atreven a perderse en la espesura de la oscuridad. Dicen las malas lenguas que es un amor antinatural, pero… ¿acaso hay reglas sobre el procedimiento de amar?

Nadie ha encontrado jamás la piedra del fin del mundo, convirtiéndose así en una simple quimera o en una verdad que permanecerá escondida a los ojos de los humanos para toda la eternidad.

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