Con cinco años me preguntaba por qué no podía respirar como los demás. No comprendía la razón de sufrir una enfermedad que los mayores llamaban asma. Cuando corría, llovía o se levantaba polvo, mis pulmones se volvían rígidos. Como si fueran de madera.
Las angustiosas crisis nocturnas se hacían eternas. Recuerdo el viejo carillón del comedor. Su cadencioso ding-dong se convertía en un amigo invisible que, sorpresivamente, surgía de la oscuridad para anunciarme que había conseguido resistir quince minutos más, y que la llegada del alba estaba un poco más cerca. En aquellas perpetuas madrugadas, mi alma, encadenada a mi castigado cuerpo, se fue haciendo vieja. Extremada e irremediablemente vieja.
Permanecí en cama y enfermo la mayor parte de mi niñez. A pesar de ello, siempre creí que la mayoría de las enfermedades se podían evitar o curar de forma natural. Y que la clave estaba en la mente. Sin embargo, no era más que una creencia sin fundamento. Un anhelo desesperado. Un sueño imposible.
Cuando llegué a la pubertad, mi organismo cambió y el asma desapareció espontáneamente. ¡Podía cantar bajo la lluvia! ¡Correr sin ahogarme! ¡Dormir las noches enteras! Sentí una gran liberación, aunque quedaron secuelas. Por una parte, la fuerte medicación me había anquilosado el nervio auditivo y debilitado el hígado. Por otra, el gran sufrimiento mantenido durante tanto tiempo me había marcado. Era extremadamente trascendente, inquieto e inconformista. Leía enciclopedias como quien lee novelas. Me atraía especialmente la ciencia y todo aquello que aportase luz a fenómenos inexplicables o inexplicados sobre la mente, la salud, la enfermedad y la naturaleza. Pero, además de la lectura y la ciencia, me atraían el arte, la música, el deporte… Con el tiempo, los distintos caminos por los que transcurrí me llevaron a convertirme en psicólogo de la salud y psicopatólogo clínico.