Siempre pensando en ti
En3 enero, 2021 | 0 comentarios | Sin categoría |
  La ceniza se apila en riguroso orden conforme el cigarrillo se consume entre mis dedos. Ya no me apetece fumar. Acabo de saber que se ha desestimado el recurso presentado al Tribunal Supremo por falta de pruebas concluyentes, y, absorto en las diferentes figuras de humo que se enlazan lentamente al techo, intento encontrar las palabras exactas para contárselo a Mika. Como abogado suyo, tengo la obligación de informarla de todo cuanto sucede sobre su caso, pero como persona, cuando por error hace ya tiempo que he empatizado con ella, me es imposible encontrar una forma pulcra de cumplir con mi tarea y no sentir nada.  Puedo asegurar que no la amo como mujer, pues nunca me he sentido atraído por su género, pero esa chica de finos rasgos, de ojos verdes y con el pelo dorado atado siempre con un moño, dulce e inocente, había despertado en mí un amor nuevo y profundo, podría describirlo como un amor paternal.
Mika se encontraba en régimen de prisión preventiva la primera vez que hablé con ella. Estaba sentada, sola, en una sala de la prisión de Wad-Ras, Barcelona, y se presentó ella misma al verme entrar y saber que yo iba a ser su nuevo abogado. Sin que me diera oportunidad a hablar, fue ella la encargada de romper el hielo entre dos desconocidos: “Hola, soy Mika Romero. Sé que es un nombre extraño, pero me lo escogió mi abuela que vivió muchos años en Tokio, significa Luna nueva. Tal vez creerás que soy rara, pero me gusta contarlo siempre que aparece alguien nuevo en mi vida. Y antes de que digas nada, quiero que oigas mi parte de la historia, pues dudo que el anterior abogado me prestara atención cuando se la contaba, supongo que, por culpa de los medios de comunicación y toda la publicidad que se hizo de este caso en mi contra, dio por sentado que no era inocente. No quiero caer en el mismo error. Por eso he pedido cambiar de abogado, para empezar de cero. No estoy loca, aunque cueste creerlo”. Sin más circunloquios, y con su dócil voz, empezó a relatarme aquella fatídica noche de San Valentín:
“Estaba acurrucada en su pecho, entre las sábanas aún húmedas de amarnos durante horas. Me gustaba escuchar su lenta y plácida respiración. Después de un año de noviazgo, esa noche me había pedido que nos casáramos. No podía dormir, era demasiado feliz,  temía caer en un sueño profundo y cuando despertara todo cuánto había sucedido se desvaneciera. Pero el cansancio pudo conmigo y cedí ante aquel dulce hechizo. Sin embargo, Samuel, no tardó en despertarme, lo habían llamado de una emergencia, era bombero y estaba de guardia, debía salir cuanto antes. Le repetí varias veces que me daba miedo quedarme sola en aquella gigantesca habitación de hotel, y para que me quedara más tranquila encendió el televisor que en teoría se podía observar desde la cama. Se fue, lo sé porque oí el portazo que hizo al salir de la habitación. Eran las dos de la madrugada, al menos eso marcaba mi móvil. Entonces me di cuenta de que no podía ver la pantalla del televisor porque justo enfrente de él  había una mesita en la que yo, sin querer, había dejado un busto de madera que había estado inspeccionando y que había encontrado horas antes en la entrada de la habitación. Me había llamado la atención, estaba tallado a mano, pero sin saberlo en ese momento lo coloqué justamente en un lugar que hacía imposible poder distraerme con los programas que aparecían en el aparato. No me apetecía levantarme para moverlo de sitio, así que cerré los ojos para intentar calmar mi angustia y me dormí, pero no tardé mucho en despertarme. El reloj entonces marcaba las cuatro de la mañana, y Samuel aún no había vuelto. No tenía ningún mensaje suyo y empecé a preocuparme. Justo cuando me incorporé para escribirle, me fijé en un sutil detalle de la estancia. El busto de madera que yo misma había dejado por error frente al televisor, había desaparecido. Estuve un buen rato sin reaccionar mirando, con perfecta claridad, los anuncios que aparecían en la pantalla. Dudé de si realmente ese busto había estado o no en aquella mesita. Decidí levantarme e ir al baño a lavarme la cara y despejarme. Pero cuando estaba frente al espejo del lavabo oí un ruido extraño detrás de mí, y al darme la vuelta ahí estaba él, sujetando en alto el busto de madera.  Lo abalanzó contra mi cabeza, pero pude esquivarlo y mientras recuperaba el impulso para intentar golpearme otra vez, encontré unas tijeras que alguien había olvidado o había dejado ahí por algún motivo en concreto. Le grité: “¡Samuel, por favor, no!”, pero él no hacía más que repetir que no era Samuel. Quiso golpearme varias veces y no dudé en clavarle las tijeras en los brazos y en el pecho tan fuerte como mis fuerzas me lo permitieron, sabía que mi vida dependía de si conseguía derrotarlo. Seguidamente forcejeamos y él resbaló y se cayó al suelo. Le costaba mucho respirar, tal vez por las heridas que yo le había provocado, y aproveché para soltarle la pregunta que rondaba por mi cabeza:
—¿Por qué, Samuel? ¿Qué te pasa? ¿Qué te he hecho?
—Yo no soy Samuel, zorra. Soy Lucio.
—¿Lucio? , pero… ¿quién es Lucio?
—Soy yo, imbécil. Yo soy el hermano gemelo de Samuel.
—Pero…—tomé las tijeras con fuerza por si intentaba levantarse—, no puede ser,  me contó que murió cuando era un niño, además, llevas puesta la ropa de Samuel, ¿por qué intentas hacerme esto? Yo no te he hecho nada, Samuel, vamos, para esta locura…
—Samuel no está, y no volverá mientras yo esté aquí ¡Entiéndelo de una puta vez! —Parpadeó un ojo varias veces al mismo tiempo que golpeaba la cabeza varias veces con fuerza hacia el hombro, era un tic nervioso muy extraño que jamás había notado en Samuel—. Debes morir para que él y yo volvamos a estar juntos como antes —volvió a pestañear varias veces y tomó fuerzas, se levantó rápidamente y se abalanzó sobre mí.
—¡Nooooo! ¡Noooo! ¡Basta! ¡Eras mi prometido! —grité con todas mis fuerzas, cerré los ojos y hundí las tijeras en su pecho, debía evitar que me hiciera daño. No pensé…
Cayó al suelo. Se hizo el silencio. Pero aún se oía su respiración, aunque muy lenta. Todo estaba salpicado de sangre. Me aseguré de que no se movía y llamé a la policía… Eso fue todo.”
Pero todos los argumentos presentados en el juicio apuntaban a Mika como la culpable. Sus huellas dactilares en el busto y las tijeras, los gritos de una mujer histérica que oyeron los huéspedes de la habitación contigua, y un antiguo expediente de un psiquiatra en el que constaba que Mika padecía un trastorno mental de origen genético. Concluyeron que Mika había tenido un ataque de celos por alguna razón que desconocían. Según la víctima, Samuel Leumas, había conocido a Mika una semana antes de San Valentin, y esta lo intentó golpear con el busto y como no tenía suficiente fuerza, intentó apuñalarlo con unas tijeras que ella misma había traído y había depositado en el baño. La psicóloga de la fiscalía concluyó que Mika Romero padecía un trastorno psicótico, y argumentaron que estaba obsesionada con Samuel, y una prueba, de otras muchas, fue un tatuaje que Mika llevaba en el brazo; un infinito con las iniciales de ella, M.R, y las iniciales de él, S.L, con una frase: “Siempre pensando en ti”. En el Tribunal Superior de Justicia de Barcelona la hallaron culpable de homicidio en grado de tentativa. Este fue el segundo caso que perdí de los dos que había llevado desde que me divorcié. El primero no lo recuerdo muy bien, el alcohol se ha encargado de evaporarlo.
Frente a mí, junto al vaso vacío de ginebra, sigue esperando a ser leída una carta de ella, con remitente del Centro Penitenciario Brians 1, donde Mika fue trasladada al confirmarse su condena. Hacía horas que observaba el pedazo de papel, en silencio, como si de esa forma pudiera evitarlo o conseguir que desapareciera como mis tristes recuerdos. Lleno otro vaso de ginebra y lo bebo de un trago, siempre funciona, me da valor cuando más cobarde me siento. Extingo el cigarrillo con la mano temblorosa, llevo horas sobrio y sus efectos empiezan a manifestarse. Rasgo el sobre y desdoblo el papel que Mika tan cuidadosamente había preparado para su envío, siempre era muy meticulosa:
“Querido Narciso,
 Siento escribirte otra vez, pero es que no tengo a nadie más con quien poder hablar con confianza y me siento muy sola.
Aquí, el lejano eco de las puertas de hierro cerrándose sigue estremeciéndome aun estando aislada en mi habitación. Sé que tengo que asumir de una vez por todas que debo pasar entre estas paredes gran parte de mi vida, sin embargo, en este sitio, en el que todos me temen, yo soy la que está más aterrada. Mi cuerpo no ha dejado de temblar desde el día en que ingresé, el insomnio se adueña de mis noches en vela, el frio y las sombras me acechan y me envuelven en plena oscuridad, y no tengo a nadie a quién recurrir, nadie que escuche mis súplicas y, menos aún, nadie que me abrace y me susurre que todo esto solo es una pesadilla.
Estoy rodeada por cientos de personas, sin embargo, me siento más sola y abandonada que nunca, vulnerable como una simple hoja a merced de la inexorable tormenta de invierno. Ahora, soy nadie, después de meses de juicios y pruebas incriminatorias, siendo yo el objetivo de índices acusatorios y miradas inquisidoras. Me han arrebatado lo poco que quedaba de mí, mi humanidad.
Vacía de cuánto poseía, mi mente deambula cada eterno día evocando aquella noche que rompió mi vida, unas simples horas, o incluso tal vez fue un solo instante, que transformó el colorido velo con el que veía el mundo en una escala triste de grises apagados. Ya no consigo llorar, porque estoy seca, tan seca que ya no puedo sentir, mi alma me abandonó el día en que mi aturdida mente oyó el eco de la sentencia en la lejanía aletargada. No quería escuchar el veredicto, inconscientemente me negaba a seguir permaneciendo en ese sueño horrible…
Todos los días son mustios como mi taciturna existencia. Si tuviera suficiente valor acabaría con esto, pero sabes que no puedo, nunca fui una mujer intrépida. Sin embargo, sigo albergando la esperanza de que el Tribunal Supremo acepte el recurso que presentamos y pueda tener otra oportunidad con las nuevas pruebas que aportamos.
Estoy ansiosa de recibir tus noticias.
Siempre pensando en ti.
Mika.”
Repaso mis apuntes sobradamente memorizados del expediente, y me sorprendo a mí mismo confesando que realmente jamás tuve fe en la versión que Mika tanto había defendido. Parecía un caso tan sencillo, como tantos otros que en mi rutinaria vida había llevado, sin embargo, este lo perdí por no creer plenamente en ella. Insistía en que no era ella la que tenía un problema mental, sino que era Samuel quien, según ella, debía tener un trastorno de personalidad, sin embargo, las pruebas que aportamos eran demasiado flojas como para que fueran tomadas en serio por el juez, por lo que el Supremo ratificó la sentencia a doce años y tres meses de condena. Tal vez algo se me escapa, pero me estoy haciendo mayor y llevo demasiadas losas a la espalda como para poder pensar con claridad. Me torturo una y otra vez con la misma pregunta: ¿Cómo voy a decirle que la esperanza se ha desvanecido y que debe renunciar a su libertad?
Se está haciendo tarde e intuyo que esta noche no voy a poder dormir, otra vez. Me conozco lo suficiente como para saber que una buena dosis de sexo aplacará temporalmente mi depresión y decido ir al local nuevo que un amigo me ha recomendado, El éxtasis, solo espero no encontrarme la misma chusma que en otros locales de la misma índole, pues me he vuelto un viejo exigente y solo busco carne fresca y enérgica dispuesta a cumplir mis órdenes en la cama sin rechistar.
Mientras espero que el camarero me sirva un Clover Club analizo cuanto me rodea, no puedo evitarlo, tantos años en juzgados han hecho que tenga una mente retorcida e imagine a todo el mundo culpable de los delitos más perversos que pueda imaginar.  Es un juego divertido al que acostumbro a practicar en solitario, nadie, ni mi antigua pareja, Mario, sería capaz de comprender la razón por la que lo hago. Solo hay una. Pensar que hay personas peores que yo. Eso sosiega el sentimiento de culpabilidad que arrastro día a día por haber conseguido tener una vida que me repugna. Tal vez por eso amo, en cierta forma, a Mika. Ella es todo lo opuesto a lo que soy yo. Yo soy el infierno, ella es el cielo, yo soy el corrompido y ella la pureza. Me cuesta creer que hoy en día aún existan personas tan virtuosas y esa es seguramente la razón por la que nunca creí por completo su versión.
Tras un sorbo de mi cóctel veo en la barra de enfrente, entre luces de colores centelleantes, una figura con el pelo dorado recogido en un moño, como Mika. Me pica la curiosidad y decido presentarme. Conforme me acerco percibo que no es una mujer, tiene la espalda muy ancha y, a pesar de llevar un bonito vestido, la figura está sentada en un taburete con las piernas abiertas, una postura más típica de un hombre más bien rudo.
—Hola, ¿puedo invitarte a algo? —le digo con cariño, pues si es un chico joven y atractivo, aunque vaya disfrazado de mujer, me interesa para una noche de placer.
—Tal vez —me dice con picardía y muestra su rostro masculino. Lleva lentillas verdes creando una mirada intrigante y excitante.
—Perdona, qué mal educado soy, me presentaré, me llamo Chicho —le doy mi nombre en clave para este tipo de encuentros—, y ¿tú? —le extiendo la mano.
—Mucho gusto Chicho, yo soy Mika —me entrega su mano para completar la presentación con un buen apretón.
Al extender su brazo puedo ver que en la parte interna, en el mismo lugar que mi clienta Mika,  tiene un tatuaje: un infinito con las iniciales M.R, y las iniciales  S.L, con una frase: “Siempre pensando en ti”. Un escalofrío helado recorre mi espalda y siento que soy incapaz de soltar su mano. Me he bloqueado mirando ese tatuaje tan familiar para mí, el que he mirado tantas veces mientras hablaba con ella en nuestras pequeñas reuniones, el que usaron como una prueba más para condenarla. Era imposible no reconocerlo. Era imposible que alguien pudiera llevar el mismo tatuaje. Solo podía ser una persona, y pensar en el nombre de aquella persona hizo que el local empezara a dar vueltas, como en la peor de mis borracheras.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta al notar mi notable palidez.
—Sí, estoy bien —carraspeo para volver a la realidad—. Por cierto, qué nombre tan bonito, Mika…
—¿Te gusta de verdad? —Dijo con una gran sonrisa masculina y a su vez invocando la inocencia de Mika. Era una imagen que chirriaba en mi cabeza—. Sé que es un nombre extraño, pero me lo escogió mi abuela que vivió muchos años en Tokio, significa Luna nueva.
Cierro los ojos y empiezo a temblar. Aquello no podía estar pasando en mi cara ¿Qué extraña casualidad me había llevado a ese local?  ¿Estaba el destino jugando conmigo? ¿Sería capaz de soportar más culpabilidad? ¿Por qué yo? ¿Por qué yo debía descubrir que Mika tenía razón? Descubrir en mis carnes que Samuel tenía un trastorno de personalidad y era él quien debía estar entre rejas, no ella. Lo miro fijamente y entonces es cuando reconozco su egoísta rostro, y vienen a mí flashes de escenas del juicio. Un Samuel atormentado y desquiciado, según él, por haber estado a punto de morir a manos de Mika. Recuerdo las huellas dactilares de Mika en el busto de madera, y si ella estaba en lo cierto, ¿por qué no había en el busto las huellas de él también? Aprovecho que aún tengo su mano apretando la mía, y con sutileza, simulando que la quiero acariciar, le doy la vuelta. No tiene huellas dactilares, se notaba que hacía tiempo que se las había borrado, y nadie pensó en esa posibilidad, y menos yo. Ese era mi trabajo, y me había dejado engañar. Lentamente lo miro a los ojos y de mi boca sale:
—Eres Samuel, Samuel Leumas…
—¿Per… perdona? —Tartamudea mientras parpadea un ojo varias veces al mismo tiempo que golpea la cabeza varias veces con fuerza hacia el hombro.
—¡Hijo de puta! Esta vez no te escaparás…—susurro entre la música que suena  excesivamente alta en el local.
Salgo del local y llamo al Centro Penitenciario Brians 1. Sé que no puedo hablar con ella, pero quiero que le den un recado a primera hora de la mañana. No puedo esperar, no puedo imaginar la cara que pondrá al saber que tiene una posibilidad de salir de allí. Qué ganas tengo de contárselo todo, de decirle que aún hay esperanza:
—¡Buenas noches! —le digo eufórico al funcionario de la prisión que descuelga el teléfono mientras en plena calle observo un cielo estrellado iluminado por una enorme luna llena, y sonrió de felicidad, algo que no hacía desde hacía mucho tiempo.
—Centro Penitenciario Brians. Buenas noches, dígame.
—Soy Narciso Balaguer, el abogado de Mika Romero, llamo para que mañana a primera hora…
—No se preocupe —me interrumpe el funcionario—, ya nos hemos encargado de todo. Puede venir usted a primera hora de la mañana para los trámites de la defunción.
—¿Cómo dice? ¿Qué defunción?
—Creí que llamaba para eso, pensaba que ya se lo habían dicho —se genera un silencio incómodo y eterno—. Su…, la interna Mika Romero se suicidó hace unas horas en su celda. Hemos encontrado su cadáver al no responder al recuento rutinario.
—¿Cómo? —digo estupefacto, no puedo asimilar la noticia.
—Se ha colgado… —me detalla sin que yo se lo pida—. Ha dejado una nota, pero no sabemos a quién va dirigida, en ella hay escrita solamente una frase: “Siempre pensando en ti”.
—…y yo siempre en ti, Mika —consigo balbucear en voz queda con un nudo en la garganta. Mis ojos se inundan y la barbilla empieza a temblar. Es la señal, necesito alcohol, quiero olvidar.

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