Ser o no ser
En20 febrero, 2021 | 0 comentarios | Sin categoría |
Las noches eran largas y silenciosas en los pasillos y habitaciones del hospital donde la muerte rondaba y acechaba desde cada rincón a todo aquél que tuviera el más mínimo desliz. Clara, una mujer que había rebasado la cuarentena, llevaba más de veinte años limpiando esas salas y conocía cada imperfección, cada detalle, cada grieta que permanecía agarrada a los centímetros que ella dedicaba cada noche a dejar sin rastro de gérmenes. Un trabajo que jamás la había satisfecho si no fuera por las gratificantes experiencias que le habían aportado pacientes que compartieron sus noches en vela con ella.
Desde que el virus había entrado en sus vidas, estaba obligada a ser más estricta y a marcar distancia con aquellos que siempre le habían aportado algo de luz en las oscuras noches. No podía arriesgarse a llevarse el virus a casa, donde le esperaban cada día dos hijos, un marido y una madre a la que debía cuidar. Muchas de sus compañeras no compartían su afición por empatizar con los enfermos, pero a Clara siempre le aportaba una enriquecedora experiencia personal, sentía que el mundo estaba más lleno de humanos sensibles de lo que en realidad se creía, pues ante la vulnerabilidad de estar postrado en una cama de hospital muchas veces afloraban pensamientos y sentimientos tan profundos que podrían llegar a sorprender hasta el filósofo más experimentado.
Al final de su jornada debía limpiar los boxes en la UCI, para Clara era la zona más estremecedora del hospital, donde la vida dependía esencialmente de artilugios aparatosos que envolvían los cuerpos en metros de diferentes tamaños de tubos. Siempre la embriagaba una desagradable sensación de impotencia. Las papeletas de la suerte estaban repartidas y de ellos, inconscientemente, dependía su lucha interna por la supervivencia. Clara no podía empatizar con ellos, estaban sedados. Sin embargo, había alguien, infectado como los demás por el virus, que llevaba ya una semana con el aparato de respiración asistida, como la mayoría, y Clara no pudo evitar fijarse en un pequeño tatuaje que llevaba ese hombre de avanzada edad, eran unas letras preciosamente ligadas entre sí en las que se podía leer: “Ser o no ser, esa es la cuestión”. Una frase mítica de la historia de la literatura que hizo chispear una idea en la mente de la limpiadora. Así que, a la noche siguiente, al finalizar su turno y terminar la limpieza de los boxes, Clara se sentó al lado de aquel paciente desconocido y sacó del bolsillo un libro de cuando iba al instituto envuelto en plástico, estaba abierto por una página en concreto, y la voz cálida de Clara desnudó el incómodo silencio a través de la mascarilla, dejando a los pitidos de las máquinas como acompañamiento acompasado de su recital: “Hamlet, III acto, escena 1.
Ser, o no ser, esa es la cuestión.
¿Cuál es más digna acción del ánimo,
sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta,
u oponer los brazos a este torrente de calamidades,
y darlas fin con atrevida resistencia?
Morir es dormir. ¿No más?
¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron
y los dolores sin número,
patrimonio de nuestra débil naturaleza?…
Este es un término que deberíamos solicitar con ansia.
Morir es dormir… y tal vez soñar.”
En ese momento el paciente gimió, pero no era de dolor, era un sonido más bien de ilusión. Clara sonrió para sus adentros y guardó el libro. Entre las sombras desapareció, se fue, de la misma forma que había entrado cada noche de los más de veinte años, de forma anónima.
A la noche siguiente Clara descubrió que su misterioso amigo de la UCI lo habían trasladado y se encontraba consciente en la octava planta con solo la ayuda de la botella de oxígeno.  No pudo evitar visitarlo en la oscuridad de la noche. Asombrosamente seguía despierto y al verla entrar ni se inmutó.
—Hola, Gregorio. Veo que estás mejor —dijo Clara con su cálida voz.
El anciano abrió los ojos de par en par, esa voz le era muy familiar.
—Ser, o no ser, esa es la cuestión —volvió a hablar en tono de terciopelo mientras se acercaba a él.
—Eras tú… —dijo Gregorio con la voz temblorosa y los ojos vidriosos—. Tú me has despertado de la oscuridad.
Clara se sentó a su lado y volvió a sacar el libro, pero esta vez, empezó la lectura de la obra de Hamlet desde el principio. Gregorio escuchaba callado, cada noche, cómo esa delicada voz y su compañía le inyectaba fuerzas e insuflaba vida a cada minuto que pasaban juntos.
Muchas noches compartieron ambos en la penumbra cuando Clara acababa el turno. La mujer de la limpieza, antes de irse a casa, siempre visitaba a Gregorio, pues a parte de los médicos y las enfermeras, Clara, sin que nadie se percatara, podía darle el calor humano tan necesario en la temida soledad sin esperar nunca nada a cambio. Gregorio no tenía familia, estaba solo en el mundo y disfrutaba de las anécdotas familiares que Clara le contaba. El tiempo los unió, y creó entre ellos un vínculo tan especial que hasta Gregorio temió el día en que tuviera que despedirse de ella. Ese inesperado día no pudieron verse, ni abrazarse, y menos besarse. Una despedida que dejó un vació que no podía llenar los mensajes que intercambiaban con el móvil.
Un día volvió Clara al hospital, no como trabajadora, sino como paciente. El virus le había arrebatado su libertad. Pero Clara no soportaba tanta soledad y empeoró. Nadie de su familia podía verla, ni su marido, ni sus hijos, y menos aún su compañero nocturno, Gregorio, el amigo misterioso hizo cuanto pudo para acompañarla y llenarla del mismo ánimo que hizo tantas veces ella con él, pero todo esfuerzo fue en vano.
Clara no tardó en ser trasladada a la UCI, donde en la completa soledad una tenebrosa noche su alma la abandonó.
 

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