Cavilaciones ausentes
En10 enero, 2021 | 0 comentarios | Sin categoría |

El agua cristalina danza con sosiego entre su piel. Una mano, un pie, y otra vez la mano. Mi pequeña baila entre aquel líquido que desvela su cuerpo semidesnudo.  Siempre ha soñado con ser una gran nadadora, y ahora se zambulle como si su hogar siempre hubiese sido el mar. Le digo que parece una sirena, se ríe y me replica que soy un anticuado, que ella prefiere ser un delfín. Su pelo de ébano se mezcla entre la oscuridad de las profundidades mientras sus ojos de almendra sonríen cada vez que sale a la superficie. Mi mujer, sentada a mi lado, la observa con cara de bobalicona, seguramente la misma que tengo yo. Ambas, de piel canela, son dos gotas de agua que sacian mi sed de padre y marido.  Veo a mi pequeña, de ocho años recién cumplidos, feliz, y pienso que nada en el mundo puede superar la tranquilidad que eso supone para mí, porque sería capaz de dar hasta mi última gota de sangre por ella, y por su madre también.

Y me siento un completo estúpido al recordar que, por mi culpa, ellas habrían podido desaparecer de este mundo.  No tengo claro cuándo ni cómo fui consciente de mi devastador error. Pero no me voy a perdonar jamás haber puesto en peligro sus vidas. Frente al mundo culpé al coche por ser demasiado potente, a la mala visibilidad achacada a la fuerte lluvia que el inepto hombre del tiempo fue capaz de informar, a la supuesta distracción que me provocó un camión que no existía, a la mala iluminación de la carretera por la que circulaba. Pero la realidad era que toda la culpa fue de mi pie encima del acelerador, algo que fui incapaz de admitir en voz alta ante mi familia y amigos. Un dolor que debo llevar conmigo y con el que debo aprender a resignarme.

Pero más doloroso aún es ver como ellas no me guardan rencor alguno. Siendo conscientes del violento accidente por el que las obligué a pasar, son las únicas personas que más me han apoyado, sin saber con certeza si realmente soy merecedor de sus caricias y su cariño, pues me lo pregunto a menudo sin obtener respuesta alguna. Cada una de las sonrisas que me dedican, cada te quiero que sale de sus bocas, cada abrazo, cada mirada de complicidad…, todo se me clava como diminutos cuchillos en el pecho que me privan de respirar por unos segundos, mientras una vocecita cruel me dice “No están aquí gracias a tí” “No te mereces su amor”. Y quiero llorar mientras ellas creen que me emociono de felicidad, cuando en realidad me siento el ser más podrido del universo.

A diario me pregunto por qué los médicos me salvaron la vida tras sufrir el accidente, si lo que en realidad merecía era desaparecer para evitar dañar a nadie más.

No he vuelto a conducir desde ese fatídico día. Voy al trabajo en autobús, aunque ello me suponga un viaje de más de una hora, y para desplazarnos juntos siempre llamo a un taxi, a mi mujer tampoco le apetece tocar un volante.  Y, dentro de la desastrosa vida que he creado, la rutina se instala de nuevo y el horror y el trauma intentan formar parte del pasado. Ellas han conseguido pasar página, sin embargo, yo prefiero seguir engullido por los remordimientos, los cuales me provocan unos trastornos a los que los médicos no encuentran explicación. Los días de más calor mi cuerpo tiembla de frío y cuando las temperaturas bajan, más de lo que se considera algo agradable, mi piel transpira y suda hasta el punto de verme obligado a ducharme varias veces en pocas horas. Unos pitidos intermitentes penetran en mi mente a ratos, mientras voces lejanas hablan en mi nuca sin que yo sea capaz de interpretar qué dicen.

Los mareos, al igual que los intentos de redención, se suceden a cada jornada. Pero este último mareo es de los fuertes: pierdo la visión, ellas desaparecen entre la oscuridad que avanza inexorablemente hacia mí y el mundo se inunda en el completo silencio. No es la primera vez que me desmayo, sin embargo, ahora percibo un eco lejano pronunciando mi nombre. Es una voz desconocida. Me duele la cabeza y gimoteo levemente.

Un atisbo de luz se adentra entre mis párpados que se abren con dolor. Y me descubro a mí mismo en la cama de un hospital rodeado de batas blancas.  La fuerte iluminación me daña las retinas y no consigo reconocer los rostros sonrientes que se mueven a mi alrededor. Me siento agotado, y mover los pulmones para respirar me supone un esfuerzo colosal, acción que parece haber perdido el rutinario movimiento mientras exprimo la mente en busca de una explicación lógica.

Tanto médicos como enfermeras insisten en dirigirse a mi con un nombre y apellidos que no reconozco. No puedo replicar, no puedo moverme, mis manos están atadas con correas a la cama y mi boca está obstruida con una bola de goma que hace la función de un bozal, aun así, ninguna parte de mi cuerpo responde.  Me desatan y me sientan en una silla de ruedas, mientras entre ellos alardean de lo bien que ha funcionado el tratamiento de shock con corrientes eléctricas tras el estrepitoso fracaso de la recuperada lobotomía, ahora modernizada, que comentan me practicaron hace unas semanas.

Me dan unos golpecitos en la espalda a la vez que percibo cómo un hilillo de saliva se fuga de mi boca deslizándose por mi barbilla sin que yo pueda poner remedio. La enfermera me coloca frente a una gran ventana por la que solamente puedo observar una inquietante y aburrida pared de ladrillos, y se retira sin ni siquiera percatarse, o eso prefiero pensar, de que me he orinado y defecado en mi ropa interior.

La única parte en la que gozo de cierta movilidad es el ojo derecho, y con su ayuda repaso el resto de mis extremidades inertes. La piel de mis manos es oscura y está agrietada, y mis pantorrillas y barriga están más abultadas de lo que recordaba. No reconozco la materia de carne muerta en el que estoy encerrado, y ni tan siquiera puedo ver mi rostro reflejado para intentar hacer memoria de quien soy realmente. Me siento un extraño, en un cuerpo inútil, en un lugar desconocido, con una vida que no deseo y con la que tengo que conformarme a la fuerza. Pues mi adorada vida era con ellas dos ¿Dónde estarán mis adorables féminas? ¿Estarán vivas? ¿Vendrán a verme? De repente me fijo en el detalle de que no llevo alianza, ni hay signos de que hubiera llevado nunca alguna ¿Serán mis sueños tan solo sueños? ¿Serán ellas un triste reflejo de lo que realmente deseo? ¿Serán reales? ¿O serán un simple invento que mi conciencia ha creado para hacer frente a la desafortunada situación en la que me encuentro? El desconcierto y el terror me embargan, y me pregunto: ¿cuánto tiempo voy a tener que vivir de esta forma? Muerto por fuera, pero con la conciencia, no obstante, más clara que nunca, pues sería capaz de recitar los poemas que aprendí de niño en la escuela, o detallar cada uno de los números de cuenta que he tenido durante mi vida. Pero tal vez todo eso también sea falso, entones, ¿qué es cierto y qué es real? Real es que me he cagado y meado encima, de eso no hay duda.

A mi lado hay una mujer, inerte, como yo, sin embargo, tiene los dos ojos en blanco ¿Será capaz ella también de discernir cuanto ocurre a su alrededor sin poder expresar nada? Espero que no tenga tan mala suerte como yo.

No voy a tardar mucho en estar acompañado por más espectros en sillas de ruedas con cerebros más vivos que sus propios cuerpos. En la sala donde he despertado hace unas horas no era el único paciente tumbado en una camilla. Las lobotomías y los electroshocks harán el trabajo esperado, simular que no pensamos en nada y que nos han curado de la dolencia, o irregularidad, que nuestras mentes imperfectas padecían. Sin embargo, nadie va a saber jamás que seguimos más despiertos que ausentes, más vivos que fantasmas.

Y vuelvo una y otra vez a ese sueño en la playa. Una mano, un pie y otra vez una mano, mi pequeña bailando en el gran mar abierto.  Me regocijo entre unos recuerdos que me repiten entre ecos que nunca sabré si ellas realmente han existido de verdad ¿Serán suficientes para llenar los años que sobreviva a este vacío? No puedo correr, ni gritar, ni saltar a un precipicio, ni acabar con todo esto, tan solo puedo seguir soñando en mi ausencia, añorar y amar a esos espectros. Tal vez sea mejor así, no saber o no poder recordar el motivo por el que estoy aquí, tal vez la realidad sea mucho peor y pudiera dolerme mucho más que todo esto. Pensándolo bien, creo que he tenido suerte, pues no sufro melancolía, ni culpabilidad, ni remordimientos, ni locura, y no me duele nada a parte del cerebro, y eso debe ser de tanto pensar, pensar, pensar, pensar…

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